¿Qué aspecto tiene el Louvre cuando no hay público?
Por primera vez, un gran museo desvela a un equipo de cine lo que ocurre entre bastidores: cuelgan cuadros, reorganizan salas, las obras cambian de sitio, los vigilantes se prueban los uniformes nuevos…
Los personajes aparecen poco a poco, se multiplican, se entrecruzan para tejer los hilos de un relato.
Kilómetros de galerías subterráneas, un encadenamiento de escenas que desvelan los secretos de un museo, depósitos donde se conservan miles de cuadros, esculturas y objetos, lugares prohibidos al público…
Una película en la que lo ordinario se mezcla con lo extraordinario, lo prosaico con lo sublime, la comicidad con la ensoñación.
Es el descubrimiento de una “ciudad en la ciudad”.
Cuando la vida de una institución entra de lleno en los senderos de la ficción.
Cámara Daniel Barrau, Richard Copans, Frédéric Labourasse, Eric Millot, Eric Pittard • Sonido Jean Umansky • Música original Philippe Hersant • Montaje Marie Quinton • Asistente de dirección Valéry Gaillard • Productores ejecutivos Serge Lalou y Dominique Païni • Una coproducción Les Films d’Ici, La Sept, Antenne 2, el Musée du Louvre • Con la participación del Centro Nacional de la Cinematografía y del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Premio Europa, « Mejor documental del año », 1990 • Premio Intermédia, Cinéma du Réel, Paris, 1990
Distribución & ventas internacionales : Les Films du Losange
Estreno en cines en Francia : noviembre de 1990
“Filmé al la gente del Louvre como si estuviera filmando un ballet”, por Nicolas Philibert
Inicialmente no se trataba de hacer una película. Sólo me habían propuesto que viniera a rodar para los archivos del museo el cambio de ubicación de algunas obras que, debido a su dimensión, iba a ser espectacular: los enormes lienzos de Charles Le Brun que vemos salir de los depósitos, enrollados en cilindros de madera, en una de las primeras secuencias de la película.
Este «encargo» tenía que hacerse en una sola jornada de rodaje. Pero por iniciativa propia decidí volver al día siguiente, presentía que algo excepcional se estaba preparando. Estábamos a finales de 1988, era el comienzo del gigantesco proceso de transformación que culminó años más tarde con el Gran Louvre. Empezaban a reorganizar las salas, a cambiar la disposición de las colecciones, se estaba construyendo la Pirámide… Por fin, tras años de semiletargo, el monstruo empezaba a despertarse y un gran número de obras salían de los depósitos.
Por eso volví al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente del siguiente… y así durante tres semanas, con un equipo muy reducido, de la forma más discreta posible ya que no teníamos ninguna autorización. Siempre había que jugar al escondite con la administración, para que no se fijaran en nosotros. ¡Era muy excitante! Afortunadamente, en las salas donde filmábamos, las salas que se estaban habilitando, todo el mundo nos tomaba por legales, además, estaban demasiado ocupados como para andar haciéndonos preguntas. Seguramente pensaban que, si estábamos allí, tendríamos todos los papeles en regla. Además, teníamos dos ángeles de la guarda: Serge Lalou (Les Films d’Ici) , que estaba dando sus primeros pasos como productor y Dominique Païni, que en aquella época dirigía el servicio audiovisual del museo. Ambos me apoyaban, me animaban, convencidos de que había que seguir a cualquier precio. .
Naturalmente no teníamos ninguna financiación, con lo que tuvimos que suspender el rodaje al poco. Sobre todo porque rodábamos en película – en super 16 – y algunos días no parábamos de darle a la manivela. Me instalé en una sala de montaje, hice una selección de escenas, un encadenamiento de tomas un poco elaborado que daba una idea bastante clara de lo que sería la película final y, con Serge, nos fuimos en busca de coproductores. Thierry Garrel, por la SEPT (que más tarde se convertiría en ARTE) y Guy Maxence de Antenne 2 (la actual France 2) enseguida nos dieron su apoyo. Paralelamente, Dominique fue a entrevistarse con Michel Laclotte, el Director del Louvre, y fue tan convincente que, rápidamente – o eso me pareció -, obtuvimos la autorización «oficial» para seguir rodando. A todos ellos, les debo un agradecimiento eterno.
A toro pasado, siempre he pensado que si yo hubiese optado por el procedimiento habitual, que consiste en escribir un proyecto y presentarlo a las autoridades y a las comisiones competentes, tanto del Louvre como de las cadenas de televisión, esta película nunca se hubiera realizado. Yo ya tenía un cierto renombre en el círculo reducido del cine de montaña, pero era un completo desconocido en las esferas museísticas y no veo por qué razón el Louvre me iba a conceder lo que ningún museo en el mundo jamás había concedido: el derecho de filmar sus entresijos. Pero Michel Laclotte, manifiestamente seducido por la comicidad e impertinencia de las primeras escenas rodadas, nos dejó seguir, perdonando nuestras «culpas». Por tanto, nos introdujimos, de nuevo y con renovadas fuerzas, en las entrañas del Louvre, no sólo con los permisos necesarios, sino con la certeza de no estar dando palos de ciego.
Estuvimos allí cinco meses, rodando un promedio de dos días por semana. En cuanto se entreabría la puerta de un taller, nos colábamos dentro… Teníamos que tener una gran capacidad de movimientos para poder seguir a la gente de un extremo al otro del museo en cualquier momento. Gozábamos de una libertad increíble y, salvo para las rondas nocturnas y algunas incursiones que hicimos en los depósitos, siempre nos dejaban solos.
No utilizamos luz artificial, para mantener el máximo de agilidad, y también para que nuestros «personajes» conservaran toda su espontaneidad ante la cámara. Casi todas las escenas fueron rodadas en directo pero también hay secuencias y situaciones que preparé y puse en escena por necesidades del guión, por ejemplo la escena en la que los bomberos vienen a auxiliar a un herido o el largo trayecto que hace en los subterráneos una arqueóloga hasta llegar al depósito para llevar una cerámica diminuta. Para que la escena tuviese un impacto humorístico, el tamaño del objeto que la arqueóloga transportaba tenía que ser inversamente proporcional a la longitud del trayecto recorrido. También le pedí que llevara tacones altos para que el ruido de sus pasos subrayara la naturaleza del suelo de los distintos espacios que tenía que atravesar: baldosas de mármol, parquet, alfombras, cemento bruto y para terminar, en los subterráneos, tierra.
Había decidido no filmar las obras fuera de la relación «de trabajo» que mantienen con ellas las personas que hacen que el museo funcione: conservadores, instaladores, marmolistas, doradores de marcos, encargados de la limpieza, vigilantes, etc. También quería evitar a toda costa filmar al público. Un museo vacío era la mejor manera de dar al espectador la sensación de ser un testigo privilegiado de todo lo que iba a ver, como si hubiéramos abierto las puertas del museo sólo para él. Por eso había que hacer juegos malabares con con los horarios de apertura y los distintos lugares para evitar la afluencia masiva de visitantes.
No tenía el más mínimo interés didáctico. No me planteaba añadir comentario alguno a las imágenes. Bastaría con un encadenamiento de escenas para narrar la vida trepidanete del museo durante un periodo excepcional de su desarrollo. Opté, por tanto, por construir la película en torno a una multitud de actividades, de personajes, de lugares, a menudo dispares e inesperados, cuyo ensamblaje termina dibujando una única historia.
El montaje funciona de una forma muy narrativa, como si se tratara de una ficción. Combina, al sobreponerlas, dos temporalidades: la de una jornada de trabajo – desde la ronda nocturna hasta que los relojes dan tres campanadas – y otra, mucho más larga, la de la primera etapa de obras, desde que se cuelgan los cuadros hasta que se vuelven a abrir las salas. En cuanto a la banda sonora, creo que contribuye activamente a dar a la película una dimensión humorística.
Curiosamente, las escenas más difíciles de rodar fueron los retratos de los vigilantes, esa colección de miradas intensas donde todas las barreras caen súbitamente.
En resumen, La ciudad Louvre no es una película de arte, ni un reportaje de tipo sociológico sobre los pequeños oficios del museo. Quise contar una historia partiendo de un material vivo, transformando y embelleciendo lo real. Filmé a la gente del Louvre como si estuviera filmando un ballet.
Texto publicado en “Historia de producir, Les Films d’Ici”, obra publicada con ocasión de una retrospectiva dedicada a la productora Les Films d’Ici, Infinity Festival, Alba (Italia) - marzo / abril 2004.
La Ciudad Louvre no es un documental sobre el Museo del Louvre. La Ciudad Louvre es una película fantástica, una comedia musical, un panfleto político, una película de acción, una comedia y muchas otras cosas, es todo lo que queramos salvo un documental sobre el Museo del Louvre. Al principio, hay ritmos, sonidos como martilleos, luces intermitentes, formas como en un test de Rorschach. Y luego, hay tráfico, movimientos más o menos armoniosos, que se sincronizan de manera perceptible o imperceptible.
¡Eh! ¡Miren! Tres paraguas, ¿qué hacen ahí? Son los de Cherburgo, los de Singin’in the rain (Cantando bajo la lluvia), es un pequeño guiño sonriente y discreto que se deja al pasar, la musicalidad y la circulación de los cuerpos está en el principio de este cine, de manera viva y jubilosa. Un monstruo marino se acerca emitiendo rayos luminosos, las máquinas, las materias pesadas y sólidas responden del mandamiento impuesto por los siglos que, sin hacer de ello un mundo, no nos contemplan desde más cerca que la pirámide invisible. «Es bueno a rabiar, como decía Fragonard», está es buena, el cuadro alza el vuelo, inmenso, al final de las cinchas verde manzana y moradas – ¡hola Jacques Demy! Estamos en el universo de la coreografía, un ballet de materias primas y de impulsos que trata de tomar forma, unos hombres fuertes y trajeados prestan su colaboración.
Esta forma es la de un cuerpo, entrevisto sin que se muestre claramente en ningún momento, que se adivina como la parte que permite imaginar el todo. Un gran cuerpo con sus órganos, sus arterias, su flujo nervioso, sus enfermedades. Es lo que llamamos un cuerpo social, el que forma edificios, humanos vivos y variopintos, objetos legados por otros humanos, éstos muertos, y en donde suelen figurar otros humanos, los mismos a veces, o no los mismos, pero con el mismo nombre (Diana cazadora y Diana de Poitiers, por ejemplo). Este cuerpo que – a lo largo de la película nada se enuncia en forma de discurso o de explicación – no se nombrará. Es al mismo tiempo el Museo del Louvre de París, Francia, en la época en que Michel Laclotte era director, en que Dominique Païni se inventaba un servicio cinematográfico para los museos (que vale más que el de los ejércitos). Este cuerpo es también y todavía, un museo, el museo, una gran institución cultural, una institución.
Nicolas Philibert no tiene una idea preconcebida de lo que filma, no sabe lo que hay que pensar de una situación incongruente o impresionante. En todo caso, se cuida mucho de decírnoslo. Abre bien los ojos y los oídos. Ve el azul del mono de trabajo del personal de limpieza y el azul de la Virgen María en el cuadro, escucha la carrera de los héroes de Bande à part (Banda aparte) en el simulacro de los bomberos, encuentra sin buscarlo a Belphegor detrás de las puertas abiertas a hurtadillas, de las trampillas que se abren en el suelo, de las escaleras secretas y disimuladas. No hay que inventarse nada, todo está ahí, para algunos, una esquina de un cuadro es una máquina de invención, y también una perla de la gran escultura clásica y además el recuerdo que siempre acecha de esas maravillosas películas de robos de cuadros en los museos. No hay necesidad de decir que nos gusta la pintura, que la cultura es importante, ni nada por el estilo, la pantalla habla por sí sola.
La Ciudad Louvre cuenta una historia. O, si se prefiere, enuncia un tratado de economía. La película narra el movimiento necesario para crear la inmovilidad de los museos, el presente necesario para dar eternidad a las obras del pasado, el físico y la técnica necesaria para crear un proyecto espiritual y artístico. Porque la película es claramente un himno de amor, de admiración y de agradecimiento al gesto de la Revolución Francesa que abre de un plumazo el palacio del rey y el acceso a los objetos artísticos privilegiados, para que lleguen al pueblo. Es lo que Philibert pone en escena, pero de un modo estrictamente materialista, únicamente con el desarrollo de los procedimientos, del «hacer», del toma y daca con la materia, la duración, la cotidianidad de los hombres y mujeres sin los que una gran idea nunca se hace realidad.
Para poner esto en escena, hay que respetar, y no es cosa baladí, una regla de hierro: nada de metáforas. Difícil de conseguir cuando estamos rodando en la mayor reserva de símbolos visuales del mundo. Este esclavo negro de mármol, que transportan en brazos dos obreros vestidos de verde a orillas del Sena, mientras que avanza, en la misma perspectiva, un responsable de taller, ¿qué transmite? Nada y todo, lo que ustedes quieran. Es igual en cada plano. La potencia poética excede en cada instante cualquier discurso, cualquier sistema. En este maremoto de imaginación exactamente proporcional a la aparente simplicidad de las situaciones, el disparo surrealista de una joven en bermudas escarlatas y la difícil y concienzuda disposición de los cuadros que componen la pared de una pequeña sala del XVIII francés conspiran, en la armoniosa musicalidad de la composición cinematográfica. Hasta el “canto” final, a capella, que invoca en espejo – es lo menos – dos galerías de retratos, humanos en los cuadros, humanos en el museo. Unos y otros inmóviles, el movimiento, el aleteo, está entre ellos. El mundo está ahí.
Tren de sombras / revista de análisis cinematográfico - Verano 2006
« La imagen de las cosas es, de la misma manera, la imagen de la duración de éstas, modificadas, momificadas por así decirlo » André Bazin
Mientras esperamos la improbable oportunidad de acceder a Une Visite au Louvre (2004), la última obra de los Straub -ejemplo paradigmático de cineastas invisibles debido a los parcos designios de la distribución -, La Ciudad Louvre es una inmejorable ocasión para penetrar en el museo parisino, representante egregio de estas modernas ciudades-estado, y atisbar su compleja organización interna, la febril actividad de sus trastiendas o las variadas ocupaciones de sus legiones de empleados. Las primeras imágenes del filme de Philibert transcurren – elección que no parece casual – en la densa oscuridad de uno de los almacenes donde duermen gran parte de las 300.000 obras que el Louvre tiene en su catálogo mientras la linterna de un operario va descubriendo para nosotros sus tesoros ocultos, casi olvidados. Los mouseion nacieron como templos consagrados a las caprichosas musas y parte del carácter sacramental de aquellos grandes edificios dedicados al estro y la sabiduría ha pervivido hasta nuestros días. A medida que durante la proyección más y más atestados almacenes nos eran mostrados, no pude evitar pensar que en pocas ocasiones habría resultado más pertinente la idea baziniana de la momificación de lo filmado provocada por el aparato cinematográfico que ante « La ciudad Louvre » y su celuloide repleto de obras dormidas, restos embalsamados doblemente fijados fuera del tiempo.
Más allá de aspectos organizativos sobre el funcionamiento interno del museo, lo que llamó mi atención de La Ciudad Louvre fueron las sugerencias que contiene sobre la descontextualización de la obra artística y el papel de los museos como albaceas del arte que atesoran obras a medio camino entre la necesaria conservación del patrimonio y el desaforado coleccionismo para finalmente privarlas, con demasiada frecuencia, de su único fin: el de ser mostradas. En la actualidad asistimos a una manifiesta “cosificación” del arte provocada por el pensamiento sustancialista que separa el producto de la corriente dinámica en la que fue creado. Personalmente, no entiendo el objeto artístico como el producto resultante expuesto en los museos sino como el constructo nacido de la azarosa mezcla entre aquel y la idea que le dio impulso, entre su contexto – esa corriente dinámica en la que se enmarca – y su manufactura. Para quienes así opinamos ya resulta difícil entender el arte como experiencia ceñida a un edificio que en la actualidad parece casi más importante que su contenido, pero si además pensamos en alguna de las casi 300.000 obras que reposan en los almacenes del Louvre hemos de preguntarnos si aún pueden seguir siendo consideradas objetos artísticos en el limbo en el que habitan.
Este proceso de privación funcional se mueve en sentido contrario al que, a comienzos del pasado siglo, recorrieron Marcel Duchamp (1887-1968) y sus acólitos, que con el Ready-made despojaron objetos de su función original y/o los modificaron para darles una nueva existencia como objetos artísticos, ya fueran de uso cotidiano (el famoso urinario reconvertido en fontana) u objetos “elevados” privados por la acción del artista del peso de su trascendencia y significación cultural e histórica (la no menos conocida Gioconda con bigote). Con su irreverencia pretendían poner en discusión el papel del arte y los museos en la sociedad de la época aunque, paradójicamente, acabarían contribuyendo a su masificación. A este respecto, no estaría de más plantearse si el proceso de producción artística puede continuar hasta el infinito dado el ritmo endiablado que caracteriza a estos tiempos de democratización artística.
Mientras veía La Ciudad Louvre y las repletas catacumbas del museo parisino me asaltó la idea de la ilusoria seguridad en la que vivimos los seres humanos que consideramos nuestra vida falsamente estable, nuestras obras ilusoriamente eternas, preguntándome cuál sería el cataclismo – provocado o no por nuestra estupidez, ésta sí eterna – que borraría tantos siglos de Historia cuidados con mimo casi malsano, devastando así el saco sin fondo en que estos sacralizados templos contemporáneos del arte convierten sus colecciones. Al fin y al cabo, según han dicho recientemente los propios expertos del Louvre, a la Gioconda (sin bigote) le quedan, a lo sumo, otros cinco siglos de vida. ¿Existirá por aquel entonces el arte tal cual lo conocemos?
La Nación ( Buenos Aires) - 22 de octubre de 1998
Gracias a la sociedad entre la distrubuidora Cine-Ojo y el cine Cosmos, continúuan llegando este año a la Argentina verdaderas joyas del documental. Ahora es el turno de La ville Louvre, un impactante, minucioso y poco convencional acercamiento a los misterios y a la trastienda del famoso museo francés.
Y aunque es conveniente prevenir de antemano al espectador acerca de que la copia en video que en esta oportunidad se exhibe no está a la altura de la brillante propuesta estética de Philibert y su equipo, algo que sí podría apreciarse si se proyectara en fílmico, el adentrarse en el fascinante mundo que propone La ville Louvre constituye una aventura igualmente recomendable.
Para aquellos que piensen en este trabajo como una típica recopilación de imágenes de las grandes obras del museo parisiense, deberán saber que La ville Louvre es cualquier cosa menos un documental turístico o una suerte de catálogo de “grandes éxitos” de la colección.
Ejemplo contundente y apasionante de lo que se ha denominado como “documental moderno” (donde la puesta en escena recurre también a algunos elementos de ficción), el film de Philibert propone un viaje hacia el interior desconocido de ese descomunal palacio donde confluyen las culturas de las mas diversas épocas y regiones.
La ville Louvre arranca con imágenes nocturnas. Se escuchan ruidos de cerrojos y las puertas se van abriendo de par en par. La cámara ingresa en el museo, ayudada por la tenue luz de una linterna. En el trayecto apenas se distinguen, se adivinan, algunas de las grandes obras que están colgadas en las paredes.
Philibert sabe que cada detalle de la cotidieneidad del museo tiene su propio encanto, su propio misterio, y prescinde de las palabras porque confía en la potencia de sus imágenes. Afortunadamente, con una sola excepción ya sobre el final del documental, durante los 82 minutos de La Ville Louvre no hay explicaciones académicas ni guías que intenten vender las actividades del museo.
El eje narrativo del trabajo es el montaje de una muestra, desde su planificación y traslado de las obras hasta el debate acerca de cómo colgar cada cuadro. En el medio, aparecen algunos de los más de 1200 orgullosos empleados del museo – desde un restaurador trabajando sobre un Vermeer hasta un cadete que se deplaza sobre patines – que se convierten en involontarios personajes del film.
Philibert tiene el raro mérito de conseguir que incluso las situaciones aparentemente más elementales (cursos de primeros auxilios, prácticas acerca de cómo utilizar los extinguidores de incendio, clases de gimnasia, el trabajo de los cocineros, la elección de la vestimenta de los empleados) resulten tan apasionantes como el descenso a los depósitos de los subsuelos, donde se amontonan mas de 300.000 obras que los visitantes no tienen oportunidad de apreciar en las muestras permanentes.
Así, sin caer en el didactismo ni en la publicidad institucional (en un momento incluso se nota que los empleados se han equivocado al etiquetar ciertas obras y no saben sus verdaderos autores) vemos cómo se construye, día a día, el museo más importante del mundo. Cuando la muestra que le espectador ha visto nacer de la nada ya esta terminada y reluciente, en el fondo comienzan a escucharse los murmullos del público que llega para la inauguración. Y el documental, claro, llega a su fin.
- Mars / avril 2003
NP : Il faut que je vous explique l’origine assez particulière de ce film… Au moment où j’ai commencé à tourner, fin 88, le Louvre était en pleine ébullition. On construisait la fameuse pyramide, on fouillait les sols pour dégager les remparts du château de Philippe Auguste, on créait de nouveaux espaces d’accueil, on réaménageait des salles. C’était le début des travaux du futur Grand Louvre, que Mitterrand avait initié au lendemain de son élection, en 81. Dans ce contexte, les conservateurs du Département des Peintures commençaient à redéployer la peinture française, pour lui donner plus d’espace et la présenter de façon plus aérée. Ils avaient notamment décidé d’exposer d’immenses toiles de Charles Le Brun qui dormaient dans les réserves depuis la Deuxième Guerre mondiale, enroulées autour de longs cylindres en bois. Seulement voilà : ces cylindres étaient si longs, si lourds aussi, que leur simple trajet depuis les réserves jusqu’aux salles d’exposition promettait d’être spectaculaire. L’opération méritait d’être filmée, pour en garder une trace… Ils ont donc pris contact avec Dominique Païni, responsable des productions audiovisuelles du musée, qui à son tour a contacté Serge Lalou, et c’est comme ça qu’on m’a proposé de venir faire une journée de tournage. Jusque là, il n’était donc absolument pas question de faire un film.
N’ayant aucune expérience de la vidéo, j’y suis allé avec une caméra super 16 et une petite équipe. Richard Copans faisait l’image. Nous avons filmé ce qui était prévu, et en principe nous n’aurions jamais dû y remettre les pieds. Mais on voulait connaître la suite ! Ces toiles étaient manifestement un peu endommagées. On allait donc les restaurer, puis on allait les tendre sur d’immenses châssis, les encadrer, et vues leurs dimensions – 70 mètres carré chacune -, il fallait au minimum 15 personnes pour les manipuler… Bref, en est revenu le lendemain, puis le surlendemain, et ainsi de suite pendant près de trois semaines, aussi discrètement que possible, en nous hasardant petit à petit dans d’autres salles, d’autres espaces du musée. Nous n’avions pas la moindre autorisation, il fallait jouer à cache-cache avec l’administration, mais heureusement, les conservateurs étaient tellement pris par ce qu’il faisaient que personne ne nous questionnait. Chacun devait penser que nous étions mandatés pour être là. Et puis nous avions deux complices, Serge (Lalou) et Dominique (Païni), qui nous poussaient à continuer…
À quel moment as-tu senti que tu étais en train de faire un film ?
Presque tout de suite ! Dès le premier jour, en découvrant ce côté coulisses, on a eu le sentiment d’être des témoins privilégiés, et on s’est dit qu’il fallait sauter sur l’occasion… Les jours suivants ont renforcé ce sentiment, parce qu’on a commencé à découvrir des personnages, à explorer les entrailles du musée… Mais nous étions en situation irrégulière, et on n’avait pas encore le moindre financement. Il a donc fallu officialiser les choses. J’ai rédigé une note d’intention, Serge est allé à la recherche de coproducteurs du côté des chaînes – la Sept, Antenne 2 -, on leur a montré une sélection de rushes et ils se sont engagés. De son côté, Dominique a pris rendez-vous avec Michel Laclotte, le Directeur du musée, et il s’est montré tellement persuasif qu’on a obtenu l’autorisation de continuer… Rétrospectivement, j’ai toujours pensé que ce film n’aurait jamais pu se faire autrement : si j’étais allé voir le directeur du Louvre, de but en blanc, en disant « Cher Monsieur, je voudrais filmer les secrets du Louvre », il m’aurait certainement envoyer balader. Jusqu’ici, jamais aucun musée n’avait accordé le droit de filmer ses « dessous ».
À partir du moment où le film s’est officialisé, est-ce que tu as eu des pressions, des directives pour continuer dans tel ou tel sens ?
Non, jusqu’au bout j’ai eu la chance de tourner en toute liberté. Les représentants des chaînes nous ont fichu une paix royale, je ne les ai revus qu’au montage. Côté musée, c’était pareil, on nous faisait confiance, personne ne nous demandait rien, et nous ne n’étions pas accompagnés. Au Louvre comme dans les grands musées il y a souvent des tournages, liés à telle expo temporaire ou à tel film sur l’art. Les cinéastes qui viennent filmer des oeuvres sont systématiquement encadrés par des conservateurs, des gardiens. La hantise, c’est qu’un projecteur tombe sur un tableau, ou qu’il le fasse brûler. Mais nous n’avions pas d’éclairage, à aucun moment, même la nuit. Quand j’ai filmé une ronde de nuit, le musée était plongé dans l’obscurité et j’ai utilisé le faisceau des torches des gardiens, que j’ai promené sur quelques oeuvres. Les seuls lieux où nous n’avons pas pu aller seuls, c’est les réserves. Pour le reste, les couloirs, les salles, les ateliers, les bureaux, les sous-sols, on était libres de nos mouvements. On entrouvrait une porte, et si les gens étaient d’accord, on se glissait à l’intérieur.
Il y a cette notion de jeu dans ton cinéma, il n’y a rien de cérébral. Tu dois t’amuser quand tu filmes…
J’ai toujours eu du plaisir à tourner, mais plus encore depuis que je me suis mis à cadrer. C’était pendant le tournage d’ Un Animal, des animaux, en 94. A mon grand regret, Frédéric Labourasse ne pouvait pas faire le film jusqu’au bout. J’ai d’abord cherché à le remplacer par l’un de ceux avec qui je me sentais le plus en confiance, Richard Copans, Eric Pittard, Laurent Chevallier, mais ils étaient tous en vadrouille. J’ai dû prendre quelqu’un que je ne connaissais pas, mais ça ne fonctionnait qu’à moitié. Alors un jour, j’ai décidé de me lancer… pour voir, et je me suis aperçu qu’à condition d’être bien entouré, et de faire des choses simples, je pouvais me débrouiller. C’est à partir de là que j’ai commencé à faire équipe avec Katell (Djian). C’est avec elle que j’ai fait ensuite La Moindre des choses, Qui sait ? et une bonne partie d’ Être et avoir. Je cadre, mais Katell prend en charge la lumière et le point. Le fait de cadrer moi-même me permet de gagner du temps et d’être plus précis. Il n’y a pas de déperdition, je n’ai pas besoin de m’expliquer. Dans certains cas, j’ai remarqué que le fait de cadrer donnait une forme d’audace qu’on n’aurait pas autrement. Avec la caméra, on peut s’approcher davantage, elle vous protège. Pour La Moindre des Choses, c’était flagrant. Le contact avec la folie fragilise, et la caméra me permettait d’estomper un peu mon appréhension, je m’abritais derrière elle.
Revenons à La Ville Louvre. Dans le film, justement, il y a cinq opérateurs différents, mais on ne le sent pas. Comment travaillais-tu avec eux ?
Ce n’est évidemment pas un choix de départ. Richard a fait les premiers jours mais malheureusement il était engagé sur autre chose… Comme le tournage s’est étalé sur 5 mois, j’ai dû prendre alternativement différents chefs-op. Les uns et les autres n’avaient pas forcément les mêmes points forts, les mêmes réflexes, les mêmes habitudes de travail, mais j’ai essayé de m’adapter – eux aussi – et de tirer le meilleur parti de chacun. Dans certaines situations on avait tout le temps de s’installer, de discuter du cadre, mais parfois – quand les déménageurs déplaçaient des grands châssis, quand les gardiens essayaient leurs nouvelles tenues – il fallait aller très vite, c’était pas le moment d’épiloguer… Alors dans ces cas-là, on se parlait avant, la veille, ou le matin en arrivant. Je donnais quelques indications, et après je les laissais libres. Il fallait que chacun puisse investir la situation avec ses propres yeux, et si j’avais été constamment sur leur dos, ça n’aurait été drôle pour personne.
La Ville Louvre est initialement destiné à la télévision. Par la suite tes films seront plutôt faits pour le cinéma. Quand tu tournes, est-ce que ça change quelque chose ? Tu fais une différence ?
Je ne me pose pas la question dans ces termes-là. Je ne crois pas qu’il faille faire des gros plans ou monter plus serré sous prétexte que le film est destiné à la télé. Si on s’engouffre dans ce genre de considérations, c’est une spirale sans fin.
Qu’est-ce qui te décide à filmer telle ou telle chose ?
Quand je commence un film, mon approche est tout sauf théorique. Cela se passe de façon très intuitive, surtout au début. Les premiers temps, je ne sais pas toujours ce que je cherche, ni mettre des mots dessus. C’est comme si je devais commencer à filmer pour comprendre ce que je veux… Mais progressivement, le film va se construire dans ma tête, j’établis des ponts, je tire des fils, certains personnages se dessinent… En même temps, jusqu’au bout, les choses restent ouvertes, je m’efforce de rester disponible et d’accueillir les événements qui peuvent se présenter. Il n’y a pas de plan de travail. Il faut construire dans l’instant, inventer à chaud. Je n’ai pas de recettes, pas de discours qu’il s’agirait d’illustrer en images. Il y a une part d’inconscient. Au Louvre, je m’étais tout de même fixé un ou deux principes, qui m’ont servi de cadre : ne pas filmer les visiteurs, pour donner au spectateur le sentiment d’être à son tour un témoin privilégié de ce qu’il verrait. Du coup, il fallait jongler en permanence avec les horaires d’ouvertures et les lieux pour éviter la foule… Et par ailleurs, ne pas filmer les oeuvres pour elles-mêmes, dans un rapport contemplatif ou savant : je ne faisais pas un film « sur » l’art, et j’en aurais été bien incapable ! Ce qui m’intéressait, c’était le travail, les gestes, les attitudes. Je n’ai filmé les oeuvres que dans ce rapport au travail : on les déplace, on les restaure, on les encadre, on les protège, on les accroche, on les surveille… Un musée, c’est ça : une communauté humaine qui a pour mission de montrer des oeuvres à ses contemporains, et de les conserver dans les meilleures conditions pour les générations suivantes… Ces oeuvres font partie de notre patrimoine à nous, humains. J’ai souvent ressenti, en discutant avec tel ou tel, combien les gens du Louvre étaient habités par cette idée d’une transmission.
Tu filmes beaucoup l’espace, on est souvent en plans larges.
Je me suis très vite intéressé non pas aux espaces en tant que tels, mais aux corps, aux mouvements des corps dans ces grands espaces, à la façon qu’avaient les uns et les autres de se déplacer, de marcher, de se pencher vers le détail d’une oeuvre, de soulever un tableau, de faire glisser une sculpture, un peu comme si je filmais un ballet. On peut lire toute la pyramide sociale dans les attitudes corporelles, les tenues vestimentaires, dans dont les gens bougent leur corps, et je me suis beaucoup amusé à jouer de ces contrastes. Le petit peintre retoucheur de plinthes qui traîne la savate, quand tel conservateur fait de grandes enjambées. Délicatesse verbale des uns, force musculaire des autres. Opposition entre la dimension sublime des oeuvres et le côté prosaïque de certaines répliques. Opposition – ou correspondances – entre les corps représentés et les corps réels. Entre les costumes des personnages qui figurent sur les toiles et les bleus de travail des déménageurs. Entre la nudité d’un modèle et le complet un peu serré d’un conservateur. Entre le déplacement d’une sculpture monumentale, opérée par 20 personnes, et le grattage minutieux d’un fragment de stèle, de la pointe d’un cutter, dans le silence d’un atelier.
Ces jeux sur les contrastes et les correspondances donnent au film ce ton de la comédie, mais ils existent aussi sur le plan sonore. On passe soudain d’un son puissant à une ambiance feutrée…
La nature d’un son renvoie immédiatement à l’espace, aux dimensions d’une salle, aux matériaux. Dans les galeries du Louvre il y a beaucoup de réverbération. En principe, ça donne de la bouillie, mais si on en prend son parti, ça devient intéressant. Comme j’ai souvent tourné en plans larges, il y a des répliques dont on ne distingue pas bien les mots, mais l’intonation et la gestuelle suffisent pour en donner le sens, et ça crée un effet comique. Au montage j’accorde une grande importance aux sons dès les premiers jours. Il m’arrive souvent de juxtaposer des séquences en fonction des sons. Soit en privilégiant leur contraste, soit au contraire en jouant de leurs similitudes. Il m’arrive même de monter des séquences à partir d’un son, et de me poser la question de l’image seulement après. On fait presque toujours l’inverse. C’est dommage, le cinéma est prisonnier de cette hiérarchie !
Tu montres l’intimité de ces gens dans leur travail, et peu à peu, on a l’impression de les connaître.
Je ne sais pas si c’est vrai de ce film-là, mais par contre, comme je ne filme jamais les visiteurs, les spectateurs ont le sentiment d’être un peu chez eux.
Il n’y a évidemment aucun commentaire, mais à un certain moment, le conservateur des peintures donne des explications sur son travail…
Oui, il parle de son travail à un groupe de gardiens… pardon… il faut dire « agents de surveillance ». Ce qui m’intéressait dans ce qu’il dit, c’est l’analogie – implicite – avec le cinéma. Organiser l’espace d’un musée, c’est faire des choix, accrocher certaines oeuvres, pas toutes – les réserves sont pleines – et les exposer selon un certain ordre. C’est un travail de montage, il s’agit de guider le regard des visiteurs.
Dans le film, quelle est la part de reconstitution, de mise en scène ?
Beaucoup de scènes ont été filmées sur le vif, mais il y a aussi des séquences, des actions que j’ai provoquées pour les besoins du film, comme cette scène où les pompiers viennent au secours d’un blessé, ou ce très long trajet dans les souterrains qu’effectue une archéologue jusqu’aux réserves pour apporter une minuscule céramique. Pour que la scène ait un impact humoristique, il fallait que la taille de l’objet qu’elle transporte soit inversement proportionnelle à la longueur de son parcours. Je lui ai également demandé de porter des chaussures à talons, pour que le bruit de ses pas matérialise la nature du sol des différents espaces qu’elle traverse : dalles en marbre, parquet, tapis, ciment brut et pour finir, dans les souterrains, terre battue.
Mais on peut dire qu’une séquence filmée sur le vif est déjà, en un sens, mise en scène. La caméra n’est jamais neutre. On va décider de se placer ici plutôt que là, de rester en plan fixe ou de faire des mouvements, d’utiliser tel objectif, de privilégier ce personnage plutôt que celui-là, de mettre l’accent sur tel aspect de l’événement… Filmer une situation, c’est déjà en donner une lecture. Malheureusement, beaucoup de gens s’obstinent encore à croire que le documentaire, c’est la « réalité brute », un regard objectif, quand la fiction, elle, serait une démarche artistique, subjective, et seule fondée à l’être. Sous prétexte qu’on filme des personnes et des situations « vraies », ils prennent ce qu’ils voient pour LA réalité. Mais ils oublient que tout acte de transmission est déjà un acte d’interprétation. Du coup, les documentaires souffrent considérablement de ce préjugé, qui les disqualifie en tant que films, et leur dénie implicitement toute capacité à raconter des histoires. Le mot « film » est réservé à la fiction. Au mieux, on vous dira : C’est « comme un film », et on ajoutera : « Bravo, c’est un très beau «document», un magnifique «témoignage» ! »
Pourtant, tes films sortent en salle…
C’est vrai, mais ça n’est jamais gagné d’avance. C’est une bagarre que nous menons tous, et pour chaque film il faut y mettre beaucoup d’énergie. Je ne vais pas entrer dans des subtilités juridiques, mais ça se traduit souvent par des doubles versions : une version courte pour la télé, et la version que le cinéaste a souhaitée, pour les salles. Ceci étant, si on compare notre situation à celle des pays voisins – et ne parlons pas de l’Amérique latine ou même du Québec, où la culture du documentaire a tant compté – nous ne sommes pas si mal lotis: une bonne quinzaine de documentaires sortent chaque année en France.
En dehors de son identité juridique, à partir de quel moment un documentaire, c’est du cinéma ?
C’est difficile à dire ! Certains documentaires produits pour la case « Grand Format » ( sur ARTE ) n’ont rien à envier, en termes d’écriture, d’invention formelle, à ceux qui sortent en salles… Donc laissons de côté la question de la production comme celle du support, du vecteur de diffusion… Il me semble que le problème que vous posez a quelque chose à voir avec l’idée de « sujet ». Naturellement pas au sens où il y aurait des sujets, des thèmes dignes de faire l’objet d’un film « de cinéma », quand d’autres ne le seraient pas. D’ailleurs, à mon sens, il n’y a pas de bons ou de mauvais sujets. A l’aune de quels critères va-t-on juger que tel sujet est bon ou non ? Mais disons que pour moi, un documentaire devient peut-être « du cinéma » à partir du moment, justement, où il dépasse le cadre étroit de son sujet : quelque chose en lui le transcende pour atteindre une dimension métaphorique, plus universelle. Il faut qu’on soit touché au plus profond, parce qu’au-delà du sujet, il y a une vision du monde. Or dès qu’on cherche à «traiter un sujet», c’est foutu, parce que le cinéma, c’est autre chose… Il faut peut-être qu’il y ait de la grâce. Et pour ça, il faut être disponible, entièrement. Parce que la grâce, ça ne prévient pas. La grâce, c’est autre chose que la beauté. Dès qu’on court après la beauté, la belle image… c’est foutu aussi. Comme l’a si bien écrit Marc Chevrie, un ancien des « Cahiers » (aujourd’hui cinéaste) que je cite souvent : « Au cinéma, la beauté ne se convoque pas sur rendez-vous. Lorsqu’elle se glisse dans un film, c’est presque toujours par effraction. »
Nicolas Philibert, le regard d’un cinéaste, Bibliothèque Publique d’Information, Centre Pompidou - Novembre 2009
Rien de vraiment prémédité ici. A l’origine, une commande du Musée au réalisateur, censée durer une petite journée. Il s’agit de filmer le déplacement de certaines toiles spectaculaires de Charles Le Brun, dormant dans les réserves depuis des lustres, alors que l’institution commence la mue qui va bientôt la transformer en « Grand Louvre » avec pyramide à la clé. Sauf que Philibert se prend au jeu. Et revient le lendemain, sans autorisation, en équipe réduite. Puis le surlendemain et ainsi de suite deux semaines durant. Tout au plus dispose-t-il de deux précieux soutiens logistiques, en interne et en externe. Le premier est Dominique Païni, alors directeur du service audiovisuel du musée. Le second Serge Lalou, qui commence sa carrière de producteur aux Films d’Ici, en inaugurant une collaboration qui s’avèrera fructueuse avec le cinéaste. Le tournage sur pellicule, qui nécessite du financement, écourte néanmoins cette joyeuse plaisanterie. Un premier assemblage des rushes permet alors de convaincre des partenaires financiers (la Sept, Antenne 2, le CNC) et d’obtenir une autorisation officielle auprès du directeur du Louvre, relativement miraculeuse eu égard à la réputation encore modeste du cinéaste. Le tournage se prolonge donc de manière officielle durant cinq mois, avec cinq chefs opérateurs différents. Le résultat est renversant, à tous les sens du terme. Au premier chef, parce que le cinéaste se détourne de la vocation officielle de l’institution (l’exposition des oeuvres, la présence du public) pour fureter dans ses coulisses, où il captive d’entrée de jeu le regard du spectateur : salles vides, labyrinthe des réserves souterraines, petit peuple affecté, des conservateurs aux pompiers de service en passant par les manutentionnaires, aux mille tâches qui contribuent à la conservation des oeuvres et à la vie ordinaire des habitants de ce lieu. Tout cela, filmé sur le vif sans l’ombre d’un commentaire, accompagné d’une musique de Philippe Hersant qui confère à cette pérégrination une dimension subtilement belphégorienne, est d’une justesse, d’une drôlerie, d’une profondeur imparables. Le peintre en bâtiment qui jette au passage un oeil intéressé sur les toiles avant de finir une plinthe, la conservatrice transformée en chaperon rouge qui traverse des kilomètres de boyaux en portant dans un panier une sculpture pas plus grosse qu’un oeuf, le test acoustique au pistolet dans une salle vide qui évoque un attentat dadaïste ou godardien à l’histoire officielle de l’art : on pourrait accumuler à l’infini les exemples, plus savoureux les uns que les autres. Le fond du tableau est pourtant plus grave : c’est l’immense effort et la passion folle engagés par ces hommes et ces femmes pour préserver des attaques sournoises du temps cette part du patrimoine de l’humanité dont ils ont la charge. C’est le contraste entre la sophistication technologique des moyens déployés pour ce faire et le devenir-débris de ces trésors. Mais c’est aussi bien le regard rendu vivant, tantôt souffrant, tantôt compatissant, des oeuvres elles-mêmes, déchues, sanglées, manipulées, véhiculées, auscultées, sur les hommes chargés de veiller sur elles. C’est au bout du compte cet infini effet de miroir en vertu duquel, à travers le travail sans fin nécessaire à l’existence de l’oeuvre, les vivants rendent hommage aux morts et les morts sont garants des vivants. Accessoirement, c’est aussi la plus pertinente contribution du cinéma à l’histoire censément éternelle de l’art, puisqu’elle nous rappelle que la précarité loge au coeur de toute chose et que l’éternité ne se conjugue, à hauteur d’homme, qu’au présent.