El País de los sordos

El País de los sordos - Nicolas Philibert
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1993 / 99 minutos / Francia • DCP (desde 35 mm) • Formato 1,66 • Sonido mono

¿Cómo es el mundo para los miles y miles de personas que viven hundidas en el silencio?

Jean-Claude, Abou, Claire, Florent y todos los demás, sordos profundos de nacimiento o desde sus primeros meses de vida, sueñan, piensan, comunican por señas.

Partimos con ellos al descubrimiento de ese país lejano donde la mirada y el tacto tienen tanta importancia.

Esta película relata su historia y nos muestra el mundo a través de sus ojos.

1993 / 99 minutos / Francia • DCP (desde 35 mm) • Formato 1,66 • Sonido mono

Cámara Frédéric Labourasse • Sonido Henri Maikoff • Montaje Guy Lecorne • Mezclas Julien Cloquet • Ajudante dirección Valéry Gaillard • Directora de producción Françoise Buraux • Productor ejecutivo Serge Lalou • Una coproducción Les Films d’Ici, La Sept-Cinéma, Centre Européen Cinematographique Rhône-Alpes • En asociación con Canal +, Region Rhône-Alpes, Centre National de la Cinématographie, Fondation de France, Ministère des Affaires Etrangères, RAI TRE, BBC Television, Télévision Suisse Romande.

Selección oficial, Festival de Locarno (Suiza), 1992 • Selección al Festival de Yamagata (Japón), 1993 • Premio de la Fundación GAN por el Cine (Francia), 1992 •  Gran premio del Festival de Belfort (Francia) 1992 • Gran premio del Festival dei Popoli (Firenze, Italia) 1992 • Gran Premio del Festival de Vancouver (Canada) 1993 • Premio « Tiempo de Historia », Festival de Valladolid, 1993 • Premio Humanum, Asociatión de la Prensa Cinematográfica de Bélgica, 1993 • Gran Premio del Festival de Bombay (India), 1994 • Golden Gate Award, San Francisco International Film Festival, 1994 • Premio del mejor documental, Festival de Potsdam (Alemania), 1994• Stephanie Beacham Award, 13th Annual Communication Awards, Washington D.C., 1994  • Peabody Award, USA, 1997

Distribución & ventas internacionales : Les Films du Losange

Estreno en cines en Francia : marzo de 1993 (MKL)

 

“ ¡Los primeros día de rodaje me sentía completamente perdido! ”

Entrevista N. Philibert realizada por Georges-Henri Mauchant en 1991 para el dossier de prensa

 

¿Cómo surgió la idea de la película?

Es una historia muy accidentada. En 1983, un grupo de psiquiatras me propuso participar en la elaboración de una película pedagógica sobre la lengua de signos. Como yo no sabía nada sobre el mundo de los sordos, me inscribí en un curso de lengua de signos que impartía un profesor joven, un sordo profundo. ¡Me impactó muchísimo! Yo siempre había considerado a los sordos como a minusválidos y punto. De repente me encontré frente a un hombre de una riqueza de expresión absolutamente excepcional, una especie de actor innato capaz de expresar todos los matices del pensamiento a través de los movimientos de sus manos y de las expresiones de su cara. Por razones que en parte he olvidado, el proyecto de los psiquiatras no se realizó, sin embargo empecé a conocer a muchos sordos y a apasionarme por su forma de comunicar. Al descubrir la belleza de la lengua de signos, la increíble amplitud de sus posibilidades, la importancia de lo visual para los sordos, la agudeza de su mirada, la extraordinaria memoria visual que pueden desarrollar, empecé a pensar que una película sobre sordos sería apropiada para “trabajar” la propia esencia del cine ya que en la lengua de signos, cada palabra, cada idea se expresa a través de imágenes trazadas en el espacio… Luego escribí un guión de ficción, pero después de muchas peripecias no logré conseguir la financiación necesaria y finalmente decidí dejar el proyecto de lado y pasar a otra cosa. Sin embargo, la idea volvió a salir a flote en el 91 pero esta vez no en forma de ficción sino de documental, o digamos… de una película que relataría historias verdaderas, con personajes verdaderos…

¿Cuáles fueron las directrices iniciales que guiaron su trabajo?

Mi idea consistía en realizar una película que sumergiera brutalmente al espectador en el universo de los sordos, una película cuya lengua materna fuera la lengua de los signos. Quise, me atrevería a decir, dar la “palabra” a esas personas de las cuales no sabemos nada y que tienen un sistema de comunicación completamente distinto al nuestro, para tratar de ver el mundo a través de sus ojos. Más allá de la cuestión de la “discapacidad”, la película pone de relieve la existencia de una verdadera cultura sorda que tiene sus propias raíces, códigos, modelos, costumbres. Quería confrontar al espectador con esa cultura, no de forma abstracta ni teórica sino siguiendo a varios personajes y contando su historia… Los personajes son, sin excepción, sordos profundos, sordos de nacimiento, o que se quedaron sordos durante sus primeros meses de vida, es decir, antes de la adquisición del lenguaje. Opté por dejar a un lado a los “discapacitados auditivos”, que sin embargo son los más numerosos, pero es una película, no un estudio estadístico. Lo que se pretendía, o sea, el desafío, era traspasar la frontera, ir al descubrimiento de ese “país” lejano donde la mirada tiene una importancia inimaginable.

¿Cómo dio con los personajes de la película?

Empecé por volver a sumergirme en el aprendizaje de la lengua de los signos, que tenía abandonado desde hacía años. Mi ayudante siguió mi ejemplo, con tanto entusiasmo como yo. Ese paso era indispensable porque yo quería evitar, en la medida de lo posible, tener que recurrir a un intérprete, prefería establecer una relación directa con la gente. No se puede decir realmente que nos convirtiéramos en buenos “signantes”, ninguno de los dos, digamos que nos las arreglábamos, y gracias a eso logramos que nos aceptaran en todas partes. Sin embargo, al empezar el rodaje, no teníamos a todos los personajes, ¡ni mucho menos!. Por ejemplo, la idea de filmar una boda surgió más tarde, de hecho me llevó dos meses encontrar a la pareja de la película. Escogimos a los personajes poco a poco, a medida que el rodaje avanzaba. Hay personas que se impusieron de entrada, como Jean-Claude Poulain o los niños de la clase. Para otros personajes, como los novios, tuvimos que buscar muchísimo. Hubo otros que participaron en la película casi por casualidad, el grupo de jóvenes americanos, por ejemplo.

¿Cómo transcurrió el rodaje? ¿Con qué problemas se encontró?

El rodaje duró cerca de ocho meses, incluyendo los periodos de búsqueda de localizaciones y preparación. Me sentía completamente perdido los primeros días. Filmaba situaciones que no entendía en absoluto, era un desastre. Cuando un sordo se dirigía a mí, yo entendía más o menos bien porque él trataba de “signar” lentamente, pero no descifraba lo bastante bien su lenguaje como para comprender las conversaciones entre sordos, iban demasiado rápido. Y al filmar a los sordos, como se expresan a través de señas, todas las convenciones cambian: no se pueden hacer primeros planos ni planos de perfil… porque se puede perder el hilo. Con los sordos, el “off” y el fuera de plano no existen. Tuvimos que hacer todo un aprendizaje para determinar los métodos de rodaje adecuados: los encuadres, las posiciones de cámara, las distancias correctas…

¿Sabía con antelación cómo  se construiría la película?

Acumulé mucho material durante el rodaje, casi cuarenta horas de escenas rodadas… pero la película no encontró su forma precisa hasta el montaje. Obviamente, desde el comienzo había establecido algunos principios de narración… Pero, al mismo tiempo, quería dejar la puerta abierta y reservar una parte importante para la improvisación, la espontaneidad. Detesto sentirme prisionero, obligado a encerrar la realidad en un discurso preestablecido, porque la realidad siempre es más rica que aquello a lo que la resumimos. Procuro que lo “real” cambie el curso de las cosas… Hay un cierto número de secuencias, todas aquellas en las que los personajes aportan su testimonio ante la cámara, que decidí rodar cuando la película ya estaba en fase de montaje, en un momento en que la construcción estaba varada en un callejón sin salida. Realmente, la película se “escribió” durante el montaje, fue entonces cuando encontramos su forma narrativa. Para mí el montaje es algo parecido a un lento proceso de duelo durante el cual hay que eliminar cosas, deshacerse de la mayoría de lo que se ha filmado.

¿Trabajó la banda sonora de una forma especial?

Durante mucho tiempo estuve obsesionado con la idea de que se podía recrear la forma en que los sordos perciben los sonidos, porque incluso en el caso de los sordos profundos, raramente hay un silencio puro, es más como una cosa lejana, muy deformada. En particular, quería tratar ciertas secuencias en la escuela de esa forma, como para reproducir el punto de vista subjetivo de los niños cuando la maestra les pide que repitan una frase que ella dice. El espectador habría entendido inmediatamente lo difícil que es, porque para un sordo profundo reproducir sonidos o controlar su voz es algo completamente “abstracto”. Con el ingeniero de sonido y el montador fuimos a la cabina de un audioprotesista a escuchar sonidos tal y como los distintos tipos de sordos los perciben. Luego, durante el montaje, empezamos a trabajar de nuevo ciertas secuencias siguiendo esa idea… ¡Pero no funcionaba! Hiciéramos lo que hiciéramos, el resultado tenía un terrible “efecto cinematográfico” y no resultaba en absoluto convincente. Entonces decidí utilizar ideas más sencillas. A menudo atenuábamos el sonido circundante, lo distanciábamos ligeramente para que el espectador se concentrara en los gestos. Además, en la película no hay música adicional. Los únicos momentos con música corresponden a escenas donde la música forma parte del sonido “directo”: en el teatro, en la iglesia durante la boda, después del banquete cuando todo el mundo baila, en la escuela, cuando los niños no sordos de una clase vecina cantan…

El País de los sordos - Nicolas Philibert
El País de los sordos - Nicolas Philibert
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“ ¡Los primeros día de rodaje me sentía completamente perdido! ” par Entrevista N. Philibert realizada por Georges-Henri Mauchant en 1991 para el dossier de prensa
Dossier de presse - 1991

¿Cómo surgió la idea de la película?

Es una historia muy accidentada. En 1983, un grupo de psiquiatras me propuso participar en la elaboración de una película pedagógica sobre la lengua de signos. Como yo no sabía nada sobre el mundo de los sordos, me inscribí en un curso de lengua de signos que impartía un profesor joven, un sordo profundo. ¡Me impactó muchísimo! Yo siempre había considerado a los sordos como a minusválidos y punto. De repente me encontré frente a un hombre de una riqueza de expresión absolutamente excepcional, una especie de actor innato capaz de expresar todos los matices del pensamiento a través de los movimientos de sus manos y de las expresiones de su cara. Por razones que en parte he olvidado, el proyecto de los psiquiatras no se realizó, sin embargo empecé a conocer a muchos sordos y a apasionarme por su forma de comunicar. Al descubrir la belleza de la lengua de signos, la increíble amplitud de sus posibilidades, la importancia de lo visual para los sordos, la agudeza de su mirada, la extraordinaria memoria visual que pueden desarrollar, empecé a pensar que una película sobre sordos sería apropiada para “trabajar” la propia esencia del cine ya que en la lengua de signos, cada palabra, cada idea se expresa a través de imágenes trazadas en el espacio… Luego escribí un guión de ficción, pero después de muchas peripecias no logré conseguir la financiación necesaria y finalmente decidí dejar el proyecto de lado y pasar a otra cosa. Sin embargo, la idea volvió a salir a flote en el 91 pero esta vez no en forma de ficción sino de documental, o digamos… de una película que relataría historias verdaderas, con personajes verdaderos…

¿Cuáles fueron las directrices iniciales que guiaron su trabajo?

Mi idea consistía en realizar una película que sumergiera brutalmente al espectador en el universo de los sordos, una película cuya lengua materna fuera la lengua de los signos. Quise, me atrevería a decir, dar la “palabra” a esas personas de las cuales no sabemos nada y que tienen un sistema de comunicación completamente distinto al nuestro, para tratar de ver el mundo a través de sus ojos. Más allá de la cuestión de la “discapacidad”, la película pone de relieve la existencia de una verdadera cultura sorda que tiene sus propias raíces, códigos, modelos, costumbres. Quería confrontar al espectador con esa cultura, no de forma abstracta ni teórica sino siguiendo a varios personajes y contando su historia… Los personajes son, sin excepción, sordos profundos, sordos de nacimiento, o que se quedaron sordos durante sus primeros meses de vida, es decir, antes de la adquisición del lenguaje. Opté por dejar a un lado a los “discapacitados auditivos”, que sin embargo son los más numerosos, pero es una película, no un estudio estadístico. Lo que se pretendía, o sea, el desafío, era traspasar la frontera, ir al descubrimiento de ese “país” lejano donde la mirada tiene una importancia inimaginable.

¿Cómo dio con los personajes de la película?

Empecé por volver a sumergirme en el aprendizaje de la lengua de los signos, que tenía abandonado desde hacía años. Mi ayudante siguió mi ejemplo, con tanto entusiasmo como yo. Ese paso era indispensable porque yo quería evitar, en la medida de lo posible, tener que recurrir a un intérprete, prefería establecer una relación directa con la gente. No se puede decir realmente que nos convirtiéramos en buenos “signantes”, ninguno de los dos, digamos que nos las arreglábamos, y gracias a eso logramos que nos aceptaran en todas partes. Sin embargo, al empezar el rodaje, no teníamos a todos los personajes, ¡ni mucho menos!. Por ejemplo, la idea de filmar una boda surgió más tarde, de hecho me llevó dos meses encontrar a la pareja de la película. Escogimos a los personajes poco a poco, a medida que el rodaje avanzaba. Hay personas que se impusieron de entrada, como Jean-Claude Poulain o los niños de la clase. Para otros personajes, como los novios, tuvimos que buscar muchísimo. Hubo otros que participaron en la película casi por casualidad, el grupo de jóvenes americanos, por ejemplo.

¿Cómo transcurrió el rodaje? ¿Con qué problemas se encontró?

El rodaje duró cerca de ocho meses, incluyendo los periodos de búsqueda de localizaciones y preparación. Me sentía completamente perdido los primeros días. Filmaba situaciones que no entendía en absoluto, era un desastre. Cuando un sordo se dirigía a mí, yo entendía más o menos bien porque él trataba de “signar” lentamente, pero no descifraba lo bastante bien su lenguaje como para comprender las conversaciones entre sordos, iban demasiado rápido. Y al filmar a los sordos, como se expresan a través de señas, todas las convenciones cambian: no se pueden hacer primeros planos ni planos de perfil… porque se puede perder el hilo. Con los sordos, el “off” y el fuera de plano no existen. Tuvimos que hacer todo un aprendizaje para determinar los métodos de rodaje adecuados: los encuadres, las posiciones de cámara, las distancias correctas…

¿Sabía con antelación cómo  se construiría la película?

Acumulé mucho material durante el rodaje, casi cuarenta horas de escenas rodadas… pero la película no encontró su forma precisa hasta el montaje. Obviamente, desde el comienzo había establecido algunos principios de narración… Pero, al mismo tiempo, quería dejar la puerta abierta y reservar una parte importante para la improvisación, la espontaneidad. Detesto sentirme prisionero, obligado a encerrar la realidad en un discurso preestablecido, porque la realidad siempre es más rica que aquello a lo que la resumimos. Procuro que lo “real” cambie el curso de las cosas… Hay un cierto número de secuencias, todas aquellas en las que los personajes aportan su testimonio ante la cámara, que decidí rodar cuando la película ya estaba en fase de montaje, en un momento en que la construcción estaba varada en un callejón sin salida. Realmente, la película se “escribió” durante el montaje, fue entonces cuando encontramos su forma narrativa. Para mí el montaje es algo parecido a un lento proceso de duelo durante el cual hay que eliminar cosas, deshacerse de la mayoría de lo que se ha filmado.

¿Trabajó la banda sonora de una forma especial?

Durante mucho tiempo estuve obsesionado con la idea de que se podía recrear la forma en que los sordos perciben los sonidos, porque incluso en el caso de los sordos profundos, raramente hay un silencio puro, es más como una cosa lejana, muy deformada. En particular, quería tratar ciertas secuencias en la escuela de esa forma, como para reproducir el punto de vista subjetivo de los niños cuando la maestra les pide que repitan una frase que ella dice. El espectador habría entendido inmediatamente lo difícil que es, porque para un sordo profundo reproducir sonidos o controlar su voz es algo completamente “abstracto”. Con el ingeniero de sonido y el montador fuimos a la cabina de un audioprotesista a escuchar sonidos tal y como los distintos tipos de sordos los perciben. Luego, durante el montaje, empezamos a trabajar de nuevo ciertas secuencias siguiendo esa idea… ¡Pero no funcionaba! Hiciéramos lo que hiciéramos, el resultado tenía un terrible “efecto cinematográfico” y no resultaba en absoluto convincente. Entonces decidí utilizar ideas más sencillas. A menudo atenuábamos el sonido circundante, lo distanciábamos ligeramente para que el espectador se concentrara en los gestos. Además, en la película no hay música adicional. Los únicos momentos con música corresponden a escenas donde la música forma parte del sonido “directo”: en el teatro, en la iglesia durante la boda, después del banquete cuando todo el mundo baila, en la escuela, cuando los niños no sordos de una clase vecina cantan…

Firmado cine par Olivier Séguret
Libération - 4 de marzo de 1993

Movido por la curiosidad hacia El País de los sordos, Nicolas Philibert vuelve con una historia llena de personajes extraños que no hablan, sino que «signan». Una lengua cuya gramática y reglas están muy emparentadas con el lenguaje cinematográfico.

Pocas veces las películas tienen sentido. La de Nicolas Philibert, El País de los sordos, tiene el enorme privilegio de haber descubierto el suyo por el camino, según un hermoso principio de justicia moral que hace que, habiendo emprendido el viaje sin equipaje pero con mucho amor y curiosidad por el país de los que no oyen nada, el cineasta haya regresado rico con una historia extraordinaria. Una historia nada sencilla pero que te engancha, llena de personajes extraños y fuertes, a los que la virtuosidad gestual de su lenguaje confiere una especie de poder oculto.

Todos los adultos hablan y todos los niños aprenden a hablar, pero con signos, siguiendo los códigos de un lenguaje elaborado desde la noche de los tiempos, con un conjunto de gestos vivos, mágicos, de los que apenas captamos unos destellos, por instinto, pero ante los que aquellos que pueden hablar y oír permanecen, la mayor parte de las veces, totalmente herméticos. Sin embargo, nos damos cuenta de que bastaría muy poco por ambas partes para encontrar un punto común, porque lo que salta a la vista de Nicolas Philibert, y a la nuestra con él, desde los primeros pasos de su viaje, su intuición magnífica, es que la lengua de los signos es una lengua amiga del cine y que su gramática y sus reglas pertenecen a un linaje hermano. No sólo porque podamos confiar en los sordos para estar particularmente atentos a las imágenes, sino y sobre todo, como escribe el lingüista William C. Stokoe: «Este lenguaje pasa constantemente de la vista normal al primer plano, después al plano de conjunto y de nuevo al primer plano, exactamente como trabaja un montador de cine… No sólo la disposición de los signos se parece más a una película montada que a una narración escrita, sino que cada «signador» se coloca como una cámara» (1).

Abriendo casi por casualidad este abismo teórico, Philibert sólo se adentra en él con paso medido, con ganas, prudencia y reflexión, sobre todo teniendo en cuenta que todas las hadas del lenguaje cinematográfico pueden ser legítimamente convocadas a este congreso de alto nivel. Uno se imagina, por tanto, que con tales ideas en la cabeza, el realizador ha colocado muy alto el listón de sus ambiciones. Esta visión de la lengua de los signos como metáfora humana y que encarna el cine va a llevarle, de manera natural, a utilizar todos los recursos de que dispone para alimentarla.

Philibert se matricula, por exigencias de la película, en un curso de lengua de signos para principiantes, y allí descubre, en primer lugar, que su profesor, sordo profundo, utiliza como herramienta pedagógica dibujos – similares a un story-board -, destinados a mostrar, en términos de encuadre, el espacio conveniente para la práctica de este lenguaje: «No sólo los signos exigen la mayor precisión posible, sino que no tienen que ser demasiado comedidos o demasiado expansivos, de manera que se inscriban en un espacio que se corresponde, con gran exactitud, al que los cineastas de todo el mundo definen con el nombre de plano americano. Pero también hay signos que conviene ejecutar en primer plano y otros que incluyen incluso movimientos de zoom. »

Siguiendo esta misma idea, hay que señalar la importancia crucial de la luz en la vida de los sordos, la oscuridad o la penumbra les priva de toda posibilidad de expresión. Asimismo, con los sordos, no puede haber ni off, ni fuera de campo, con lo que no existe posibilidad de rodarlos en primer plano o de intercalar planos de corte si no queremos perder el hilo del discurso. Philibert, condenado a inventase nuevos métodos de rodaje para adaptarse a su tema, aprovecha la ocasión para trabajar con el cine como materia prima. Inevitablemente, Philibert tenía que llegar ahí: «Obviamente, una película de este estilo no podía dejar de lado la cuestión del sonido. Era algo inherente al propio tema de la película. Pero, durante mucho tiempo, me equivoqué de camino, obstinándome en querer recrear la manera en que perciben los sonidos los sordos. No funcionaba.  Entonces, decidí poner en práctica ideas más sencillas», tal y como veremos en la película, en su límpida evidencia, en esta película, inaudita, en el sentido propio de la palabra.

Pero, por elevada que sea la naturaleza de su proyecto, Philibert no finge nunca dominarlo. Lo que ofrece es, en cierto sentido, un regalo de agradecimiento acorde al recibimiento que se le ha dado en el país de los sordos. Mejor que construir para sus anfitriones una enésima capillita sociodocumental, les abre a tamaño real la catedral del cine, realizando una película no sobre ellos sino para ellos y para todos, aunque, delicadamente, suele estar subtitulada para ellos. Una película, también, que aprovecha la ocasión del cine para hablar de los sordos y viceversa.  Una película rica en informaciones útiles sobre la cultura de los sordos en la que los que no oyen no se privan de hacer ver a los que oyen algunas de las considerables ventajas de su estado: la universalidad de la comunicación («En dos días, puedo hablar con un sordo chino»): la hiperagudeza visual; la dimensión “sociedad secreta” de esta lengua, por último, que permite hablar sin que se enteren los no sordos aunque estemos delante de sus narices.

Con las manos o con palabras, es el tantán del cine el que tiene que resonar a favor del País de los sordos. También podemos combinar los dos: cruzar los dedos, deseándoles que funcione el boca a boca.

(1) Citado por Olivet Sacks en “Veo una voz: viaje al mundo de los sordos”, Ed. Anagrama.

En « el país de los sordos » par Jose Manuel López
Tren de sombras / revista de análisis cinematográfico - Verano 2006

En 1983, un grupo de psiquiatras le ofreció a Nicolas Philibert la oportunidad de embarcarse en un proyecto sobre el lenguaje de signos que incluía la realización de varias películas educativas. Aunque la iniciativa nunca llegó a concretarse, el descubrimiento del particular y autosuficiente universo en el que desarrollaban sus vidas las personas sordas supuso una revelación para el cineasta francés y terminaría convirtiéndose en El País de los sordos, la que se reveló como la mejor película del ciclo  – junto a Ser y Tener (2002) y la sorpresa del mismo, toda vez que esta última venía precedida por su inesperado éxito en taquilla y el revuelo crítico que había despertado. «Al descubrir la belleza del lenguaje de signos, el sorprendente arco de sus posibilidades, y la importancia de los detalles visuales para los sordos, la agudeza de su observación, la increíble memoria visual que poseen, comencé a pensar que un film sobre las personas sordas sería como trabajar con la esencia misma del cine »(1). Es difícil no sentir esa llamada primigenia durante la película de Philibert: los silencios, la gestualidad, el asombro ante un nuevo lenguaje, su desnudez —en suma— nos remiten a la infancia del cine y a la experiencia del primer espectador.

El País de los sordos comienza con una auténtica declaración de principios: ¿pueden las personas sordas “escuchar” e interpretar música leyendo una partitura? La respuesta es afirmativa, como descubriremos en su escena de apertura: un cuarteto silente toca, sin otro instrumento que sus cuerpos, una pieza de cámara con los precisos movimientos de sus brazos, como directores de orquesta sin orquesta. Nunca habrá tenido mejor representación gráfica ese “ninguna-parte sonoro” con el que el insomne Ciorán definía en su Breviario de los vencidos ese lugar indefinido en el que nos encontramos bajo el hechizo de la música.

Tras este primer impacto, « El país de los sordos » continuará invirtiendo calladamente nuestro concepto de “normalidad”, descubriéndose a golpe de revelación y sembrando un delicado clima de empatía con la comunidad sorda. Para ello, Philibert se sirve – al igual que haría diez años después en Ser y tener  – de la figura central de un enseñante, el gran Jean-Claude Poulain, un profesor sordo de lenguaje de signos, que actuará de interlocutor pertinaz a lo largo del filme. Frente a la tradicional figura del contador de historias, en el material promocional del ciclo se define a Poulain como un “gesticulador de historias”, una denominación certera dada la capacidad comunicativa —y la pasión— del maduro profesor, que nos inunda con su gesticulante locuacidad. Poulain, que sufrió las consecuencias de una educación anquilosada y brutal que le ataba las manos a la espalda para obligarle a hablar, se ha convertido en un ferviente defensor de la enseñanza bilingüe de los lenguajes sonoros y los de signos.

Un mundo silencioso

Para entender la importancia de esta normalización, Philibert elige una clase de niños sordos que, con gran dificultad, dan los primeros pasos en su aprendizaje y entrevista a un amplio espectro de personas que nos transmiten, con desarmante naturalidad, parte de los problemas que han de afrontar por su condición a lo largo de su vida. Muchas de ellas viven, según nos dicen, una vida tan plena (o tan vacua) como puede ser la nuestra, pero lo hacen inmersos en un mundo silencioso, estanco e impermeable, en el que los sordos se casan con sordos y los padres desean que sus hijos nazcan privados del sentido del oído, pues no consideran su ausencia como una tara sino todo lo contrario. Como nos cuenta Poulain al respecto de su hija oyente: «Había soñado con tener una hija sorda, la comunicación hubiera sido más fácil. Pero la quiero igualmente».

Otro de los entrevistados nos explica la situación de su familia donde todos los miembros son sordos de nacimiento menos una “pobrecita” que tuvo la desgracia de nacer con su sentido del oído intacto y que se siente desplazada en medio de su familia. A pesar del cálido humor con el que están filmadas, estas declaraciones no dejan de provocar extrañeza y cierta tristeza, pues la deseada normalización nunca podrá realizarse si los sordos continúan desarrollando una existencia paralela y, en cierto modo, aislada a la del mundo exterior. Aunque, ¿quién puede culparles? Un aparte tranquilo siempre nos parecerá romo y acogedor frente a un mundo demasiado afilado. Vive la différence!… qué utópico grito.

Pero no nos dejemos llevar por el pesimismo; nada más lejos de la intención de Philibert que el amarillismo o la zafia acumulación de anécdotas más o menos emotivas, más o menos tópicas, a los que nos tienen acostumbrados los reportajes televisivos “de investigación”. Casi sin darnos cuenta, el cineasta francés ha volteado con gesto decidido su tortilla de nitratos y su vivaz narración nos sitúa ante un grupo de amigos que recibe a unos estudiantes extranjeros de intercambio. Todos ellos son sordos. Poco a poco, comienzan a conocerse y a enlazar complicidades. En sus manos descubriremos que, al contrario de lo que se suele pensar, el lenguaje de signos no es internacional y existen diferencias entre los distintos países, variantes que en seguida se ven superadas por la ductilidad mimética de los signos. Llegado el momento, asistiremos a la emotiva despedida cuando los visitantes hayan de partir, pero Philibert se mantiene muy lejos de cualquier sentimentalismo. La sobriedad y la distancia del punto de vista elegido provocan una limpia pureza en la mirada que los espectadores dirigimos hacia estas personas, muy de agradecer ante la impudicia audiovisual que nos rodea en la actualidad.

En « el país de los sordos »…

Ante las muchas entrevistas realizadas por Philibert o las charlas entre personas sordas que se comunican entre ellas mediante signos, el espectador que desconozca este lenguaje comienza a sentir, con cierta extrañeza, que se está perdiendo algo. Philibert (que durante el rodaje logró aprender este lenguaje) mantiene concienzúdamente los planos mientras, en medio de un silencio plenamente consciente, un torrente de comunicación silenciosa nos asalta. Incapacitados para interpretar la desbordante gestualidad, nada comprendemos hasta que unos salvadores (y reticentes) subtítulos nos acercan sólo una parte del significado oculto de los signos que estábamos percibiendo. La banda de sonido original en francés permanece muda; Philibert reniega de la voz en off —que de haber sido usada aquí hubiera resultado abyecta— para crear en el espectador la necesidad de que los subtítulos “traduzcan” ese lenguaje desconocido. De esta manera, el cineasta francés consigue establecer, de manera didáctica y natural, una relación de igualdad entre el lenguaje de signos y nuestros lenguajes sonoros.

A este respecto, mis sensaciones ante el filme de Philibert se vieron complementadas por el contexto en el que tuve la suerte de ver esta película, pues compartí auditorio con un grupo de personas sordas. En algunas escenas sus reacciones eran similares a las de los oyentes pero en otras respondían a estímulos imperceptibles para nosotros; y en todas se movían con varios gestos de ventaja al comprender, sin necesidad de subtítulos, lo que se decía en pantalla. Los oyentes estábamos incapacitados para captar la variedad de matices que teníamos delante de nuestro(s) sentido(s). “Para oír, veo” dice el vivaraz Florent, uno de los niños de la película, una frase rotunda y una excelente manera de percibir la desazonante —y por lo tanto necesaria— sensación de sentirnos, por una vez, en clara inferioridad frente a los que no oyen con sus oídos, pero sí “escuchan”.

Acostumbrados a la cotidianeidad de lo sonoro, la pulsión silente del lenguaje de signos logra despertar nuestra adocenada percepción. Alejadas de púlpitos y doctrinas —fílmicos o sociales—, modestas, las imágenes de Philibert se muestran limpias y rezumantes a quien quiera observarlas; no prentenden enseñarnos nada, pero aprendemos con ellas. El país de los sordos es una hermosísima película que debiera ser de obligada visión, aunque para ello necesitaría abandonar, claro está, los ignominiosos almacenes en los que duerme más allá ciclos como el que nos ocupa.

NOTAS:
(1) Declaraciones de Nicolas Philibert.

Signé cinéma par Olivier Séguret
Libération - 4 mars 1993

Parti avec curiosité pour Le Pays des sourds, Nicolas Philibert en revient avec une histoire pleine de personnages étranges qui ne parlent pas, mais « signent ». Une langue dont la grammaire (zoom, gros plan…) et les lois (montage) s’apparentent à celle du cinéma.

Rarement les films ont un sens. Celui de Nicolas Philibert, Le Pays des sourds, a l’énorme privilège d’avoir découvert le sien sur son chemin, selon un beau principe de justice morale qui veut que, parti sans bagage mais avec beaucoup d’amour et de curiosité pour le pays de ceux qui n’entendent rien, le cinéaste en est revenu riche d’une histoire extraordinaire. Une histoire pas simple mais très attachante, pleine de personnages étranges et forts, auxquels la virtuosité gestuelle de leur langage confère une sorte de puissance occulte. Il y a là un vieux sorcier sourd, le maître barbu Jean-Claude Poulain, à l’expressivité géniale, qui raconte de ses doigts la naissance de son enfant en exposant cette idée que les mots ont du mal à nous traduire: « J’ai eu une fille de mon premier mariage. Une entendante. Je rêvais d’avoir un enfant sourd, la communication aurait été plus facile. Mais je l’aime quand même ». Il y a aussi un enfant, Florent, qu’on voudrait kidnapper, adorable Zébulon qui compense son étanchéité orale et auditive au monde par un débordement d’effusions du corps, des mains et des yeux. Il y a encore une institutrice modèle, des gamins sérieux et comiques, un couple au soir de ses noces, valsant dans l’oubli et le bonheur, longtemps après l’arrêt d’une musique qu’ils ignorent.

Tous ces adultes parlent et tous ces enfants apprennent à parler, mais avec des signes, selon les codes d’un langage élaboré depuis la nuit des temps, avec cette gestuelle vive, magique, dont on saisit quelques éclats, à l’instinct, mais à laquelle les parlants et entendants restent la plupart du temps totalement hermétiques. Pourtant, on sent bien qu’il en faudrait assez peu de chaque côté pour se rejoindre, car ce qui tombe sur Nicolas Philibert, et sur nous avec, dès les premiers pas de son voyage, son intuition magnifique, c’est que la langue des signes est une langue amie du cinéma et que sa grammaire et ses lois appartiennent à une lignée cousine. Pas seulement parce qu’on peut faire confiance aux sourds pour être tout particulièrement attentifs aux images, mais surtout parce que, comme l’expose William C. Stokoe, théoricien du sabir sourd: « Ce langage passe sans cesse de la vue normale au gros plan, puis au plan d’ensemble et de nouveau au gros plan, exactement comme travaille un monteur de films… Non seulement la disposition des signes évoque davantage un film monté qu’une narration écrite, mais chaque «signeur» est placé comme une caméra » (1).

Ouvrant presque par inadvertance cet abyme théorique, Philibert ne s’y engouffre pourtant qu’à pas mesurés, avec envie, prudence et réflexion, d’autant que toutes les fées du langage cinéma peuvent être légitimement convoquées à ce colloque au sommet. On se doute, dès lors, qu’avec de telles idées en tête, le réalisateur a placé très haut ses ambitions. Cette vision de la langue des signes comme métaphore humaine et incarnée du cinéma va le porter naturellement à utiliser toutes les ressources dont il dispose pour la nourrir.

Inscrit, pour les besoins du film, à un cours de signes niveau débutant, Philibert découvre d’abord que son professeur, sourd profond, utilise comme outil pédagogique des dessins proches du story board destinés à faire comprendre, en termes de cadrage, l’espace qui convient à la pratique de ce langage: « Non seulement les signes exigent la plus grande précision, mais en­core faut il qu’ils ne soient ni trop étriqués ni trop amples, de façon à s’inscrire dans un espace qui correspond très exactement à ce que les cinéastes du monde entier désignent sous le nom de plan américain. Mais il y a aussi des signes qu’il faut exécuter en gros plan et d’autres incluant même des mouvements de zoom. »

Dans le même ordre d’idées, il faut signaler l’importance cruciale de la lumière dans la vie des sourds, l’obscurité ou la pénombre les privant de toute possibilité d’expression. De même, chez les sourds, il ne peut y avoir de off ni de hors champ, donc pas de possibilité de les filmer en gros plan ou d’intercaler des plans de coupe sous peine de perdre le fil de leur discours. Condamné à inventer de nouvelles méthodes de filmage pour s’adapter à son sujet, Philibert en saisit l’occasion pour travailler la matière même du cinéma. Inévitablement, il fallait aussi que Philibert en arrive là : « Naturellement, un tel film ne pouvait laisser de côté la question du son. Elle était inhérente au sujet lui même. Mais, pendant très longtemps, j’ai fait fausse route, m’obstinant à vouloir recréer la manière dont les sourds perçoivent les sons. Ça ne fonctionnait pas. Alors je suis revenu à des idées plus simples », telles qu’on les verra à l’oeuvre , dans leur limpide évidence, dans ce film, au sens propre, inouï.

Mais, pour élevée que soit la nature de son projet, Philibert ne feint jamais de le dominer. Ce qu’il offre, c’est en quelque sorte un cadeau de reconnaissance à la mesure de l’accueil qu’il a reçu au pays des sourds. Plutôt que de bâtir à ses hôtes une énième petite chapelle socio documentaire, il leur ouvre en grand la cathédrale du cinéma, réalisant un film non pas sur eux mais pour eux et pour tous, même si, délicatement, il est le plus souvent sous titré à leur intention. Un film, aussi, qui saisit l’occasion du cinéma pour parler des sourds et vice versa. Un film riche de mille infos utiles sur la culture sourde où les « non entendants » ne se privent pas de faire valoir aux « entendants » quelques-uns des considérables avantages de leur état: l’universalité de la communication (« En deux jours. je peux bavarder avec un sourd chinois »): l’hyperacuité du regard; la dimension «société secrète» de cette langue enfin, qui permet de parler à l’insu des non sourds et pourtant à leur barbe.

Avec les mains ou avec des mots, c’est le tam tam du cinéma qu’il faut faire résonner en faveur du Pays des sourds. On peut aussi combiner les deux: croiser les doigts en lui souhaitant le meilleur des bouche à oreille.

(1) Cité par Olivet Sacks dans Des yeux pour entendre, Editions du Seuil.

Au pays des sourds par Nicolas Philibert
Revue Trafic n° 8 - Automne 1993

« Ce langage passe sans cesse de la vue normale au gros plan, puis au plan d’ensemble et de nouveau au gros plan, exactement comme un monteur de films. Non seulement la disposition des signes évoque davantage un film monté qu’une narration écrite, mais chaque «signeur» est placé comme une caméra ».

William C. Stokoe, cité par Oliver Sacks, dans Des yeux pour entendre.

 

Ma toute première rencontre avec le monde des sourds remonte à une dizaine d’années : autant dire que si certains films ne peuvent se faire que dans l’urgence du désir, d’autres empruntent des chemins infiniment plus longs et tortueux. Le Pays des sourds est de ceux là.

C’est en septembre 1983, sollicité par un psychanalyste pour participer à la conception d’un «outil audiovisuel» sur la langue des signes, que j’entrai pour la première fois dans l’enceinte de l’Institut national des jeunes sourds de Paris, plus connu sous le nom d’Institut Saint Jacques. Il s’agissait de réaliser une série de cassettes pédagogiques destinées aux parents d’enfants sourds, visant à leur enseigner la langue gestuelle. Pour des raisons qui m’échappent, ce projet ne vit jamais le jour, mais je commençai pourtant à fréquenter le monde des sourds et à suivre des cours de langue gestuelle. Cet enseignement, dispensé à raison de deux heures par semaine au sein de l’Académie de la langue des signes, regroupait pour l’essentiel des parents, des éducateurs, parfois des orthophonistes, plus rarement des comédiens, des danseurs, ou de simples curieux. Sauf exception, les élèves étaient tous des entendants puisque les sourds, dans leur immense majorité (du moins les sourds congénitaux), pratiquent la langue des signes depuis leur enfance.

Dès le premier jour notre professeur, un sourd profond qui ne s’exprimait lui même qu’en signes, sortit de son cartable une suite de dessins destinés à nous faire comprendre, en terme de cadrages, l’espace qui convenait à la pratique de son langage. Non seulement nos signes exigeraient la plus grande précision, mais encore faudrait il qu’ils ne soient ni trop étriqués ni trop amples, de manière à s’inscrire dans un espace qui correspond très exactement à celui que les cinéastes du monde entier désignent sous le nom de plan américain. Mais il y aurait aussi des signes qu’il faudrait exécuter en gros plan, et d’autres encore incluant même des mouvements de zoom ! Cette allusion au langage du cinéma, aussi explicite qu’inattendue, agit sur moi comme un électrochoc. Elle venait soudain me conforter dans l’idée, jusqu’ici assez vague, qu’il n’est pas de langage aussi imagé, au propre comme au figuré, que ce ballet de doigts et de mains, ce jeu de mimiques aux variations infinies grâce auxquels les sourds communiquent entre eux. De cette soudaine prise de conscience naquit mon envie de faire un film qui plongerait le spectateur dans l’univers des sourds, et dont la langue maternelle serait la langue des signes. Un film dont le sujet même serait de nature à travailler la matière du cinéma, puisque par définition les sourds ont une relation aux sons et aux images radicalement étrangère à la nôtre.

Plus tard, fréquentant semaine après semaine les cours de l’Institut Saint Jacques, apprenant à mon tour les bases de ce langage, je ne devais cesser de m’étonner de ses audaces, de ses raccourcis, de sa violence, de sa beauté surtout. J’admirais la grâce, la virtuosité, l’humour avec lesquels ce professeur racontait, du bout de ses doigts, sans jamais avoir recours au langage parlé ni à l’écrit, les innombrables mésaventures auxquelles sa vie de sourd l’avaient confronté, les péripéties de ses voyages à l’étranger, ses rencontres avec les sourds du monde entier… Le cours débutait, et nous avions soudain devant nous un grand acteur du muet, dont les récits révélaient une mémoire visuelle, un don d’observation, une acuité du regard tout à fait exceptionnels, impossibles chez un entendant.

Je commençais à comprendre que l’on pouvait considérer la communauté des sourds autrement qu’à travers le seul prisme du handicap, la surdité autrement que comme un déficit ou un manque, avec tout ce que cette terminologie véhicule de compassion. Car pour qui n’a jamais entendu, pour qui n’a aucune référence ni mémoire auditive, ce sentiment d’un manque n’est que pure abstraction. Pour avoir parfois croisé des sourds dans la rue ou le métro, j’avais jusqu’alors tenu la langue des signes pour une gesticulation approximative permettant aux sourds d’échanger les idées les plus élémentaires. Or je découvrais à présent que ce langage était capable d’exprimer toutes les nuances de la pensée, et qu’à l’égal d’une langue orale il pouvait se prêter à l’analyse philosophique, aux déclarations amoureuses, à la poésie comme aux descriptions techniques les plus détaillées. Je mesurais l’importance que prenaient pour les sourds, dans leur vie de tous les jours, les autres sens et en particulier la vue et le toucher : tandis que nous, les entendants, pouvons nous parler sans nous voir, par téléphone, d’une pièce à l’autre, ou même simplement sans nous regarder, les sourds sont quant à eux dans la nécessité permanente de se placer l’un en face de l’autre s’ils veulent communiquer. D’où l’importance de la lumière, l’obscurité ou la pénombre les privant de toute possibilité d’expression. D’où également l’extrême intensité des relations affectives qui s’établissent entre eux. Car n’ayant aucun moyen de communiquer sans se regarder, ils s’engagent physiquement dans l’échange avec l’autre.

De là à penser que les sourds étaient « ontologiquement » incapables de se mentir les uns aux autres puisque dans l’impossibilité de jouer sur les mots, et par voie de conséquence de «tricher» avec le langage, il n’y avait qu’un pas que je franchis sans doute un peu vite ; car je devais rapidement constater que le langage gestuel autorisait le baratinage, les jeux de signes, la langue de bois, les lapsus manuels ou encore le fait de «signer» pour ne rien dire. Mais aussi qu’un « signeur » pouvait à loisir signer petit (pour chuchoter), large (devant une assemblée), en coin (pour faire un aparté), bref jouer avec les dimensions du cadre selon les circonstances, les interlocuteurs ou la disposition des lieux. Qu’enfin cette langue n’était pas un corpus inerte, limité à quelques centaines ou quelques milliers de signes, mais une authentique langue vivante, hautement imaginative, capable de produire un nombre infini de propositions ; chaque signeur possédant d’ailleurs son style propre, un vocabulaire plus ou moins étendu, une façon bien à soi de signer qui le distinguait de tous les autres.

Je découvrais enfin qu’il n’y avait pas une langue des signes universelle, supranationale, fonctionnant à la manière d’un esperanto, mais bien au contraire un foisonnement de langues gestuelles dont la répartition géographique n’épousait que très partiellement les frontières d’Etat à Etat ; et qu’à l’intérieur d’une même nation, d’une ville à une autre, voire d’une cour d’école à une autre, existaient d’innombrables différences. Mais que l’on soit à Singapour, Paris ou Washington, ces différentes langues des signes n’étaient pas hermétiques les unes aux autres, car toutes obéissaient à des règles syntaxiques équivalentes.

Parmi les nombreuses croyances qui circulent chez les entendants, l’une des plus répandues est celle qui consiste à penser que les langues des signes sont calquées sur les langues parlées ou écrites des pays où elles sont implantées, qu’elles en sont l’adaptation ou la transposition dans l’espace ; qu’elles fonctionneraient, par exemple, à la manière d’une sténographie visuelle, chaque signe correspondant alors à un phonème. Bien sûr, la dactylologie (ou alphabet manuel) permet à tout signeur d’épeler un mot pour en préciser l’orthographe, s’il s’agit par exemple d’indiquer un nom propre qui n’a pas encore sa traduction en signe (1). Mais les langues des signes, elles, ne sont que signes, et n’empruntent rien aux langues

orales : leur syntaxe et leur sémantique se suffisent à elles mêmes. Comme le dit Oliver Sacks, « il n’est donc pas possible de traduire une langue orale en signes en procédant mot à mot ou phrase par phrase, car ces langues ont des structures essentiellement différentes (2)». Naturellement, l’inverse ne l’est pas davantage, sans quoi une simple proposition telle que Je me promène dans la forêt, retranscrite « signe à signe » en français, donnerait quelque chose d’aussi absurde que FORÊT / JE / MARCHER-PROMENER.

A noter que le couple MARCHER-PROMENER tel que je le retranscris désigne les deux composantes d’un même signe : tandis que les mains du signeur indiqueront l’action de MARCHER, l’idée que cette marche a l’aspect d’une PROMENADE viendra de l’expression de son visage. Le signe « je me promène » est donc obtenu par la combinaison de plusieurs paramètres simultanés.

Tout aussi tenace, mais autrement plus lourde de conséquences, est la résistance déployée par les entendants à l’idée que les signes puissent véhiculer des concepts ou des notions abstraites : si la langue des signes est une langue d’images, comment pourrait elle exprimer ce qui sort du champ de la représentation concrete ? Maintes fois au cours de ces derniers mois, lors des projections débats qui ont suivi la sortie du film, j’ai dû affronter cette question soulevée par certains avec un tel aplomb que c’était à croire qu’ils refusaient de voir qu’à mes côtés, depuis bientôt une heure, une interprète traduisait sans la moindre difficulté (à l’intention des spectateurs sourds) l’intégralité de leurs propos comme des miens. Air connu que cette forme de déni, qui renvoie à l’oppression dont les sourds ont de tout temps été l’objet (3). Mais il faudra bien un jour se défaire de l’idée selon laquelle seul le langage verbal peut véhiculer de la pensée. Les plus sourds ne sont pas toujours ceux qu’on croit.

Il est vrai que pour le néophyte les signes s’apparentent dans un premier temps à une sorte de pantomime. Le fait de pouvoir « identifier » rapidement certains d’entre eux lui donne des ailes, mais en dépit de leur apparente lisibilité, ceux ci s’avèrent bientôt extraordinairement complexes. « On ne tarde pas à découvrir que cette simplicité est illusoire, ajoute Sacks, et que ce qui paraissait si sommaire consiste en d’innombrables configurations spatiales emboîtées les unes dans les autres sur trois dimensions… Les langues de signes, à tous leurs niveaux   lexical, grammatical ou syntaxique – laissent donc entrevoir une utilisation linguistique de l’espace : une utilisation étonnamment complexe, car presque tout ce qui se déroule linéairement, séquentiellement et temporellement dans le langage parlé devient, dans les signes, simultané, concurrent et multistratifié (4). »

Depuis la fin des années cinquante, sous l’impulsion du jeune linguiste américain William Stokoe, de nombreux chercheurs se sont penchés sur ce fantastique espace grammatical, découvrant notamment que chaque signe était déterminé par cinq paramètres : la configuration, l’orientation, l’emplacement, le mouvement de la main et l’expression du visage. Si je veux par exemple exprimer l’idée que je suis un entendant, je devrai tendre mon index et mon majeur, les autres doigts pliés, comme pour faire le V de la victoire (configuration), les deux doigts tendus vers le haut, la paume de la main vers moi (orientation), placer ce majeur près de l’oreille (emplacement) et, d’un rapide mouvement circulaire, effleurer par deux fois le lobe de mon oreille avec ce majeur tendu (mouvement), avec un léger soulèvement des sourcils (expression du visage). A l’inverse, si mon interlocuteur veut m’indiquer qu’il est sourd, il lui suffira de tendre son index, la main fermée, de le porter au lobe de son oreille et, d’un mouvement leste, de le faire parvenir sur ses lèvres. L’expression de son visage dépendra alors de l’intention qu’il veut donner à cette information. Car il suffit de changer l’un de ces paramètres pour que le sens d’un signe soit profondément modifié.

Dans la langue des signes française (LSF), on peut dénombrer plus de trente formes possibles de la main : main plate, en forme de griffe, de cornes, de moufle, de bec de canard, en pince, en crochet… Mais aussi un nombre important d’orientations de la main et du bras : la paume tournée vers soi, vers le bas, vers le haut, en biais, le bras le long du corps, en oblique, à l’horizontale, replié vers l’arrière, vers l’avant… L’emplacement des signes n’étant pas moins diversifié : sur la bouche, près des yeux, à hauteur de poitrine, devant le torse, sous la ceinture, à l’épaule… Quant aux expressions du visage, elles mêmes rigoureusement codifiées, on aurait tort d’y voir, comme je l’ai fait longtemps, un simple rôle d’appoint visant au mieux à amplifier ou infléchir le sens de telle ou telle proposition. Au cours du tournage, j’ai mesuré à mes dépens l’importance de leur fonction grammaticale, le jour où, obéissant à je ne sais quelle impulsion, j’ai soudain resserré le cadre sur les seules mains d’un personage : erreur grossière en tout point, car non seulement je le privais à son insu d’une partie de l’espace nécessaire à son expression, mais je me retrouvais moi même dans l’impossibilité de déchiffrer ce qu’il disait. C’est le moment de mentionner ce qu’écrit Jean Grémion dans son si beau livre La Planète des sourds (5) paru il y a quelques années: « En posant mon coude, l’avant bras à la verticale, et la paume de la main tendue, les doigts écartés, sur la paume ouverte de l’autre main, et en agitant cet avant bras comme sous le tremblement du vent, j’indique le geste de l’arbre. Or si je lève les yeux, et selon l’inclinaison de mon regard, j’indiquerai la taille de l’arbre, en précisant s’il est grand, petit, ou de taille moyenne. En baissant mon regard et en fermant presque les yeux, je peux réduire cet arbre jusqu’à la taille d’un bonsaï. Dans la langue des signes, le moindre battement de cils peut devenir un élément de syntaxe. »

On aura compris que les signes ne constituent pas une succession statique de symboles pétrifiés, mais qu’ils procèdent par la combinaison dans l’espace de mouvements simultanés, imbriqués les uns dans les autres, qui s’enchaînent eux-mêmes aux mouvements qui les précèdent selon une dynamique sans cesse rythmée par des accélérations, des ralentis ou des pauses. C’est en ce sens, plus encore que par leur dimension iconique, que les signes évoquent davantage un film monté qu’une narration écrite.

Mais qu’en est il du cinéaste qui rêve de s’aventurer dans ce pays lointain, de s’y enfoncer un peu plus chaque jour, d’en comprendre peu à peu les usages, la culture, la langue, d’y tisser des liens avec les habitants et, embarquant le spectateur au passage, de lui faire voir le monde à travers leurs yeux ? Comment accoster aux rives de cette terre sans voir que les lois de la perception y sont si étrangères aux nôtres qu’il faudra au plus vite abandonner nos moindres habitudes ? Car filmer des sourds dicte soudain d’incontournables règles auxquelles l’opérateur, bien davantage que le responsable du son, devra impérativement se soumettre. J’ai dit plus haut quel était l’espace du signeur, ce cadrage type qui va verticalement de la tête à la ceinture, et latéralement d’un coude à l’autre, bras étendus. Et l’on aura deviné que cet espace s’impose également au filmeur, qui devra se tenir à la bonne distance sans jamais céder à l’envie d’aller y voir de plus près.

Mais à cette contrainte de cadrage s’en ajoute aussitôt une seconde liée au découpage: alors qu’une langue orale autorise  le champ-contre-champ (le filmeur pouvant cadrer à sa guise n’importe quel personnage d’une même scène, celui qui parle comme celui qui écoute), la langue gestuelle condamne le cinéaste à ne jamais laisser échapper le moindre signe, sous peine de perdre le sens. Contrainte que l’on retrouvera encore au montage, le recours au plan de coupe se révélant impossible dès lors que celui ci prétendrait indiquer la concomitance de deux plans ou de deux actions. Tandis que le son opère à 360 degrés, au royaume des sourds le off n’existe pas : hors de la vue, il n’est pas de communication possible ; hors champ, point de salut. On imagine combien cette primauté absolue du regard, de l’image sur le son, conditionne à chaque seconde le filmage, interdisant à l’opérateur la moindre tentative de décadrage. Situation hautement complexe, voire vouée à l’échec, dès lors qu’on voudra filmer un échange entre plusieurs signeurs, fût ce dans la situation la plus ordinaire.

J’ai gardé en mémoire cette journée d’avril 1991 où, dans la cour de Saint-Jacques, à l’heure de la récréation, nous ramions sec pour essayer de capter au vol le bavardage impromptu d’un petit groupe d’adolescentes. L’opérateur, caméra à l’épaule, s’était glissé parmi elles, cadrant tantôt l’une tantôt une autre, dans l’espoir d’arriver au bon moment sur celle qui s’exprimait. Légèrement en retrait, j’observais l’ensemble de la scène : l’ingénieur du son qui baladait sa perche, attentif aux moindres sons qu’elles laissaient échapper, l’opérateur qui s’escrimait, les filles qui blaguaient… Soudain, je compris que les vagues sons qu’elles émettaient tout en signant, ces chuintements, ces petits cris, ces claquements de doigts, ces bruissements de leurs vêtements n’étaient pas assez distincts pour que l’opérateur puisse guider ses mouvements à l’oreille, comme il l’eût fait au milieu d’un groupe d’entendants : ne pouvant ni entendre ces bavardages muets ni voir dans la caméra l’ensemble du groupe, il travaillait en aveugle, sans jamais savoir d’où allait partir la prochaine réplique. Croyant voler à son secours, je vins me placer près de lui et, le saisissant aux épaules, j’entrepris de guider ses mouvements, ayant au moins l’avantage de pouvoir regarder de tous côtés. Le résultat fut tout aussi affligeant ! En retard de quelques fractions de seconde sur nos «personnages», nous manquions systématiquement le début de chaque intervention, si ce n’était une réplique en entier. Dans ce contexte, ce ne sont pas mes (maigres) connaissances en langue des signes qui auraient pu me venir en aide, dépassé comme je l’étais par la rapidité des échanges.

Il fut alors décidé d’élargir le cadre : au moins, l’ensemble du groupe serait sous contrôle. Nous reculâmes de quelques pas… Bien que l’une d’elles fût presque dos à nous, et deux ou trois autres de profil, j’espérais pouvoir, par déduction, reconstituer ultérieurement le fil du dialogue grâce à celles des répliques qui étaient les plus lisibles. Mais je n’étais, hélas ! pas sortis de l’auberge : ce fut un fiasco absolu ! J’eus beau inviter les protagonistes à voir les images, solliciter une interprète professionnelle, faire défiler cent fois la scène sur la table de montage, trop d’éléments demeuraient indéchiffrables pour que la séquence fût sauvée.

L’univers des sourds place donc le cinéaste devant cet étrange paradoxe : il s’attendait à ce que la question du son occupe le terrain, et voilà qu’il se débattait avec les images. Pourtant, en raison même de son sujet, il me semblait qu’un tel film ne pouvait pas ignorer la question de son propre son. Avant de l’entreprendre, j’imaginais qu’il m’appartiendrait de trouver un système de représentations capable de suggérer, par un travail spécifique sur la matière sonore, le gouffre qui sépare les sourds des entendants. L’idée d’un film muet, lancée cent fois comme une boutade autour de moi, fut écartée d’emblée. La référence au cinéma des origines eût constitué une fausse piste : chacun sait que les personnages du muet, eux, ne l’étaient pas ; et que les acteurs qui les incarnaient mimaient la parole. Il fallait donc qu’un film sur des sourds fût sonore pour qu’on y entende leur mutisme ; mais qu’on y entende aussi les voix des parlants parmi lesquels ils évoluent. En outre, j’envisageais de tourner plusieurs séquences qui montreraient l’apprentissage de la parole par des enfants sourds, ce long chemin vers l’articulation qui nécessite tant de patience et d’obstination.

Mais encore faut il ajouter que l’univers perceptif des sourds, contrairement à ce que l’on croit, n’est pas de silence pur. Rumeurs lointaines, bruits diffus : même chez les sourds dits « profonds », ce n’est pas le néant. Fallait il dès lors confronter le spectateur à ce « presque rien », tenter de lui faire entendre à quoi ressemble la perception auditive d’un sourd ?

J’avoue avoir quelque temps cherché dans cette direction : ici, on estomperait la voix d’un entendant s’adressant à un sourd ; là, au contraire, on amplifierait un son, on le détacherait de l’ambiance générale, comme pour mieux marquer que tel personnage qui est là sur l’écran ne le perçoit pas… J’imaginais que cette alternance de creux et de pleins, ce jeu entre l’absent et le présent acquerrait au cours du film une véritable fonction narrative, voire dramaturgique, offrant soudain toute une gamme de quiproquos et de malentendus.

Je pressentais en même temps qu’un tel principe risquait de faire basculer l’ensemble du côté du pathos. De plus, chercher à faire éprouver de l’intérieur la perception d’un sourd n’était pas une fin en soi. Prétendre enfin la faire partager au spectateur semblait parfaitement illusoire, pour la bonne raison qu’il nous est impossible d’oublier, ne serait ce qu’un seul instant, notre condition d’entendants; car tout ce que nous aurions perçu comme étant censé reproduire l’univers sonore d’un sourd, nous ne l’aurions évidemment perçu qu’à partir de notre expérience, et non à partir de la sienne.

Au cours du montage, par curiosité, je voulus un jour creuser la question : avec le monteur et l’ingénieur du son, nous allâmes dans la cabine d’un audioprothésiste écouter des sons tels que différents sourds les reçoivent. Puis nous commençâmes à retravailler une séquence, puis deux, à partir de cette perception là… Mais, quoi qu’on fasse, nous n’obtenions qu’une suite d’effets de style qui s’affichaient comme tels avec toute l’impudeur qu’on imagine. De sorte qu’au lieu de fixer l’attention du spectateur vers les personnages, je l’en arrachais!

L’exercice fut… profitable ! Il révéla que le meilleur moyen de maintenir le spectateur dans l’univers du film consisterait plutôt à anesthésier sa perception auditive, à le rendre «sourd» à la problématique du son. Pour « entendre » ce que les sourds avaient à nous dire, nous aurions besoin de mobiliser toute notre acuité visuelle, c’est pourquoi il fallait éviter tout procédé, tout artifice sonore qui eût détourné l’attention portée aux signes, et s’en tenir au contraire à la simplicité, à la transparence des sons directs.

Au demeurant, le film serait entièrement sous titré : d’une part, il faudrait traduire les séquences en langue des signes pour les spectateurs entendants; d’autre part, sous titrer les répliques orales à l’attention des spectateurs sourds. Loin d’être un simple travail technique, les sous titres allaient devenir ici un élément constitutif du film, le point de rencontre de maints enjeux stylistiques et formels.

Curieusement, lors de cette ultime étape, la question du son allait refaire surface je m’aperçus en effet que certaines répliques orales ne pouvaient pas être retranscrites telles quelles, sous peine d’engendrer un contresens chez ceux qui n’entendent pas… A titre d’exemple, lorsque l’institutrice dit à l’un de ses jeunes élèves : « A la maison, tu parles avec Maman ! », il s’agit en réalité d’une injonction, qu’il faudrait retranscrire ainsi : « A la maison, il faut parler avec Maman ! »

Chaque fois que nécessaire, il importerait donc de modifier la transcription écrite d’une réplique de manière à écarter toute méprise. Ce principe étant posé, il s’agirait d’aller au delà, d’élaborer un système de sous titrage capable d’apporter aux spectateurs sourds un certain nombre d’éléments essentiels dont ils sont privés, en jouant sur la nature ou la taille des caractères utilisés. Ainsi, au premier rang de ces distinguos, les répliques in seraient retranscrites en caractères droits, tandis que tout ce qui est off apparaîtrait en italiques. Par suite, et selon le contexte, une réplique lancée sur un ton vertement impératif   ou définitif   pourrait surgir en lettres capitales, etc.

S’agissant au contraire du sous titrage des répliques exprimées en signes, c’est une tout autre question qui allait apparaître : celle du calage des sous titres par rapport aux signes, sachant que leur lecture ne pourrait être simultanée. Il faudrait donc éviter que ces deux éléments visuels «concurrents» soient rigoureusement synchrones, sans quoi, pris de vitesse, on passerait son temps à lire sans jamais regarder le signeur… Cette question a priori mineure aurait en réalité un impact décisif sur la position du spectateur. Placés légèrement en amont des signes, les sous titres permettraient d’identifier certains d’entre eux, de les «reconnaître» après coup ; placés en aval, ils susciteraient une vision plus active encore, le jeu consistant à deviner le sens des signes avant d’en avoir la traduction. Bien entendu, aucune règle ne prévalant sur l’ensemble, il faudrait traiter chaque séquence, chaque sous titre cas par cas, sachant que la marge de manoeuvre serait réduite à quelques fractions de secondes. De ce (dé)calage dépendrait la circulation du regard entre l’écrit et le signé, perpétuel va et vient entre le milieu et le bas de l’image.

Peu à peu, le spectateur s’enfoncerait au coeur d’un pays inconnu, sans pouvoir jamais détourner son regard de l’écran. Il ferait alors sienne cette formule du petit Florent (six ans) jetée à la caméra : « Pour écouter, je regarde! »

Il faudra attendre la seconde moitié du XVIIIe siècle et les travaux de l’abbé de l’Epée pour que l’on commence à admettre que la pensée peut s’exercer en dehors du seul langage oral. En 1776, la publication de son Instruction des sourds et muets par la voie des signes méthodiques fait l’effet d’une bombe dans tous les milieux intellectuels d’Europe. Le Tout Paris de l’époque se rend rue des Moulins pour assister au prodige de ses conversations gestuelles avec les sourds. Le roi Louis XVI cède à l’abbé une partie du couvent des Célestins pour qu’il y installe une école. Ainsi jusqu’en 1870, puis   c’est le tournant de l’histoire   l’on se retournera contre ces signes précédemment adulés, défaisant en moins de vingt ans l’oeuvre de tout un siècle.

En fait, il existait depuis longtemps un courant d’opinion hostile aux signes, prônant que l’éducation des sourds devait viser avant tout à leur apprendre à parler. Les dilemmes qui se posaient étaient bien réels, et se posent encore dans les mêmes termes aujourd’hui. Etait il bon que les signes supplantent la parole ? Cette orientation ne contraignait elle pas les sourds à n’entretenir des rapports qu’avec leurs semblables ? Ne fallait il pas plutôt leur apprendre à parler et à lire sur les lèvres afin qu’ils puissent s’intégrer au corps social ? Dans la mesure où elle pouvait contrarier l’acquisition du langage oral, la communication gestuelle ne devait elle pas être interdite ?

La poussée en faveur de l’instruction publique obligatoire, qui appelle l’uniformisation des méthodes éducatives et l’étouffement des langues minoritaires, ne fera qu’accélérer cette tendance. En 1880, le congrès de Milan célèbre pour très longtemps le triomphe des oralistes. En quelques années, les entendants prennent le contrôle de l’éducation des sourds, et l’usage des signes est supprimé dans les écoles. Alors qu’elle se situe autour de 50 % en 1850, la proportion des professeurs pour sourds eux mêmes atteints de surdité passe à 25% à la fin du siècle, puis à 12% en 1960. Dès la fin du XIX siècle, un peu partout dans le monde, des entendants attachent les mains des enfants sourds pour les obliger à parler, et leur bandent les yeux pour développer leur potentiel auditif. Quant aux parents, ignorant tout du monde des sourds, ils n’auront qu’à s’en remettre à la compétence des éducateurs et des médecins. Peu à peu, les enfants eux mêmes vont intérioriser ce sentiment que les gestes ne sont que singeries.

 

(1) Ainsi, à supposer qu’il me faille présenter Raymond Bellour (membre du comité de rédaction de Trafic) à un cercle d’amis sourds, je déclinerais lettre à lettre ses nom et prénom; mais pour peu que des liens suivis s’établissent entre eux et lui, un « signe de baptême » lui serait bientôt attribué par l’un d’eux, lequel signe serait établi en fonction de la physionomie, d’un trait psychologique, de l’activité professionnelle ou de toute autre caractéristique propre à Raymond Bellour.

(2) Des yeux pour entendre, Le Seuil, 1990.

(3) Pendant des siècles, les sourds furent assimilés à des déficients mentaux, voire à des animaux (Aristote). Au XV siècle, dans le bouillonnement des idées de la Renaissance, on découvre pourtant que l’éducation des sourds est « possible » qu’ils peuvent apprendre un langage pour exprimer leur pensée. Des prêtres s’y essayent, parfois avec succès, mais il n’est pas question que ce langage soit autre que la langue orale des enseignants qui les éduquent : pas de parole, pas de pensée !

(4) Op. cit.

(5) Editions Presses Pocket.

"I wanted to show the complexity of real life" par Raymond Luczak's interview with Nicolas Philibert
Deaf Life - November 1994

After its American debut at the 1994 San Francisco Film Festival, Nicolas Philibert’s French documentary In the Land of the Deaf netted the Golden Gate Award and glowing reviews that described the movie as «a warm, engrossing, eye‑opening experience» (New York Times), «completely inspiring» (Variety), and «seductive and magical» (Siskel & Ebert).

Most — if not all —of these reviews came from hearing critics whose exposure to deafness was probably limited to movies like “Children of a Lesser God”, “Johnny Belinda”, and “The Miracle Worker”. Furthermore, the film won a slew of awards on its way along the film‑festival circuit: Grand Prize, Bombay International Film Festival 1993; Grand Prize for Documentaries, Vancouver International Film Festival 1993; Prize for Best Documentary, Vallodolid Film Festival 1993; Prix Humanum 1993, Belgian Film Critics’ Association, for «a film which defends a society in which different peoples and cultures can cohabit»; and Grand Prize, Belfort Film Festival 1992. We know that hearing people’s views of us — the signing and culturally deaf —can differ drastically from the way we view ourselves, so naturally I wanted to see the film for myself. (Because the film deals with both signing Deaf adults and deaf children who are learning to speak, the non‑capitalized word «deaf» is primarily used in this article.)

The documentary In the Land of the Deaf  is very straightforward. It does not attempt to preach, or take sides on why or how the deaf community should be changed. This is truly admirable, because once a person studies deaf culture and sign language, it is very difficult to stay neutral in deafness‑related issues such as the cochlear implant, the use of hearing actors in deaf roles, and so on. Most film documentaries tend to be edited to present, if not prove, a particular point of view about an issue, in the same way that a book like Thomas and James Spradley’s “Deaf Like Me” was written to encourage hearing parents to use sign language with their children, or Henry Kisor’s “What’s That Pig Outdoors?” advocates oralism over sign language.

In the Land of the Deaf differs in other ways as well. Philibert asks us —hearing audience members, especially —to look at deaf people in a different light. Instead of stringing together scenes to tell a story from beginning to end, he asks us to observe deaf children struggling to speak; we attend a deaf couple’s wedding, and go with them as they try to find their first apartment together; we watch an older deaf man teaching French Sign Language classes. Philibert’s choice of cinema verité — a technique of filming unrehearsed live scenes and then letting the pieces come together in the editing room — and the few pieces I’d read about him made it clear that, unlike most hearing filmmakers interested in deafness, Philibert had truly done his homework.

In 1983 Philibert enrolled in a sign‑language course to prepare himself for making a film that had been commissioned to teach hearing parents of deaf children how to sign. That film did not materialize, but Philibert did write about his experiences in making In the Land of the Deaf in Trafic, a French cultural journal. (His quotes are translated from French into English, and some are paraphrased for clarity.)

“ From the first day, our teacher, a profoundly deaf man who only spoke in sign, pulled a series of drawings from his satchel. They were intended to make us understand, in terms of framing, the space which was appropriate for the practice of his language. Not only would our signs require the greatest precision, but moreover, they could not be too small or too large, so as to be inscribed within a space corresponding quite exactly to that which filmmakers would call a medium tight shot. But there would also be some signs that would have to be executed in close‑up, and still others, even including zooms! This allusion to the language of cinema… affected me like an electric shock..

(…)

While filming signers, I discovered that I couldn’t expect to frame them from a wide variety of angles as one could with hearing speakers. Although sign operates in 360 degrees, in the realm of the Deaf the «voiceoff» does not exist. Out of sight, communication is not possible; outside the frame, not even a hello …. I cannot forget that day in April 1991 when, in a [schoolyard], we tried… to capture the spontaneous conversation of a small group of adolescents. The camera operator, camera on his shoulder, was moving among them, panning intuitively from one to another in the hope of arriving at the right moment on the one who was expressing herself. Standing back a little, I observed the entire scene, the sound engineer walking with his [microphone] perch, attentive to the slightest sounds [the Deaf adolescents] allowed to escape, the camera operator making his best effort, the girls chatting …. Suddenly, I understood that the vague sounds they emitted while signing, these hoots, those little cries, the tapping of fingers, the rustle of their clothes, were not distinct enough for the camera operator to follow their movements by ear as if he were in the middle of a group of hearing persons. Not being able either to hear this silent conversation or see the entire group through the camera, he worked blindly, without ever knowing where the next answer was going to come from. So I stood next to him, hold­ing him by the shoulders, and I… guided his movements, at least having the advantage of being able to look in all directions. The results were just as [bad because] I couldn’t anticipate who was going to sign next; it never failed that she had started to sign by the time the camera reached her. A few fractions of a second late on our ‘characters,’ we.. . missed the beginning of each sentence, even when we did not miss the whole thing completely. The conversation was much too fast.

So we decided… to enlarge the frame. At least the whole group would be under control. We moved back a few steps. Although one of them had her back to us, and two or three others were in profile, I hoped to be able [to figure out their dialogue], thanks to the answers which were the most legible… [As it turned out, I had to ask] the participants to see the sequence, I hired a professional interpreter, and I ran the scene on the editing table a hundred times, but the sequence was unreadable.

(…)

The idea of a silent film … was thrown away from the start. It was necessary that a film about the deaf be a sound film [to emphasize] that the world of the Deaf, contrary to what is believed, is not pure silence. I discovered that it was best to avoid any and all sound processing or artifice which would detract attention from the signs… and keep oneself to simplicity and transparency of direct sound. In other words, the hearing viewers should soon forget that they are hearing sounds while watching the film.

(…)

While subtitling the film, I realized that subtitles could not always appear simultaneously with signs themselves, for both could not be read at the same time. I decided that placed slightly ahead of the signs, the subtitles would permit the viewer to identify some of [the signs], to «recognize» after the fact …. [It became] a game of guessing the meaning of the signs before getting the translation.

When I learned that Nicolas Philibert would be in the States briefly to accept the National Council on Communicative Disorders’ Stephanie Beacham Award in Washington, D.C. for his work on “In the Land of the Deaf”, I interviewed him by fax at International Film Circuit in New York City, the U.S. distributor of his film.

Have you had deaf people object to the fact that you —a hearing filmmaker —have made this documentary about them?

No, I have never had a deaf viewer object because I’ve never tried to pretend that I could have a deaf person’s point of view. All the deaf viewers have understood that. For sure, a deaf person would have made a different film.

Do you feel that because you were hearing, it took you a long time to find the «right» people to appear in the film?

From the very beginning, I worked with deaf people and quickly we became good friends. They advised me and helped me network in the deaf community. But, at the same time, they did not try to impose their point of view on me. They respected all my choices because the film is clearly my point of view. I wanted to show the complexity of real life, and so I chose people of different ages and social conditions, deaf of deaf parents and deaf of hearing parents, and the oral educational system which is unfortunately still so dominant in France today. I wanted to show the difficult conditions into which the deaf are thrust —how difficult it is to be a deaf person in the world of the hearing.

Did you have to rehearse any of the participants prior to filming?

All the scenes were shot live and unrehearsed—with the agreement of the people being filmed—except the interviews.

It’s clear that you wanted to make the film accessible to the deaf, yet when I watched it, I noticed that most of the sounds generated in speech‑therapy lessons or in the song that hearing children sang in the beginning of the film were not subtitled. Because I don’t know French, I couldn’t tell if the child was practicing a vowel or a word. Why wasn’t all of that subtitled?

When the children sing, they are too far away from the microphone, so we cannot understand the words they are singing. That is not subtitled. When they are in the classroom, almost everything is subtitled. Whenever you add subtitles, it is necessary to condense. In the same way, when people are signing in the film, I could not translate every sign. I had to condense for reasons of space and time.

In the wedding scene between a deaf couple, I noticed that the minister was hearing. I was very surprised because I expected to see a deaf minister involved in such a ceremony. In France, aren’t deaf people encouraged to go into the ministry to help other deaf people?

What you have to know is that the situation for the deaf in Europe is probably much more difficult than it is in the United States. In Europe, deaf people are still considered «those poor handicapped,» and we don’t give them access to the education they need to become [holders of] professional jobs—like a minister or a teacher or an engineer. They are kept doing manual sorts of labor, even if their intellectual capacity should allow them to do more. So there are no deaf ministers in France at this time.

During the wedding, they didn’t even have an interpreter, and this was disastrous for the couple. In all of France, there are no more than fifty sign‑language interpreters. It’s a catastrophe. I kept this scene in the film because it is meant to underline this very problem. The scene involving the deaf couple’s apartment search also shows the everyday difficulties of deaf people living amidst hearing people. Maybe the scene also shows how hearing people are lost the first time they find themselves face‑to‑face with a deaf person. For most hearing viewers, the rental agent looks more «handicapped» than the couple and their friend.

What is the most important thing you’ve learned from the making of this film?

I’ve discovered the richness of deaf culture. And working with deaf people for the film, I was able to develop my own visual acuity.

About the author: Raymond Luczak’s Notes of a Deaf Gay Writer (originally published in Christopher Street) appeared in our March and April 1991 issues. He also edited Eyes of Desire: A Deaf Gay and Lesbian Reader (Alyson Publications, 1993).

Signed "cinema" par Olivier Séguret
Libération - March 4, 1993

Having set off to discover the Land of the Deaf, Nicolas Philibert returns with a story full of strange characters who do not speak but «sign». A language whose grammar and rules are close to those of film.

Films rarely have a meaning. Nicolas Philibert’s Le Pays des sourds (In the Land of the Deaf) has the rare privilege of having found its meaning along the way, according to a fine principle of moral justice dictating that, having set off without luggage but with a great deal of love and curiosity for the land of those who cannot hear anything, the filmmaker has returned enriched with an extraordinary story. Not a particularly simple story but a very touching one, full of strange and powerful characters, on whom the virtuoso gestures of their language confer a sort of occult power.

All these adults speak and all these children are learning to speak, but with signs, according to the codes of a language put together since the dawn of time. With lively and magical gestures, a few snatches of which we instinctively comprehend but that which speakers and hearers are cut off from most of the time. However, we can tell that it would not take much of an effort from either side to meet up, for what Nicolas Philibert discovers, as we do along with him, from the first steps of his journey, his magnificent intuition, is that sign language is a language close to the cinema and that its grammar and laws belong to a related line. Not only because we can trust the deaf to be especially attentive to images but, above all, as the linguist William C. Stokoe writes, «This language continually shifts from normal vision to close-up, then to the medium shot and once again to the close-up, exactly in the same way that a film editor works… Not only does the disposition of the signs call to mind an edited film more than a written narration, but each ‘signer’ is positioned like a camera.» (1).

In opening up this theoretical abyss almost inadvertently, Philibert nonetheless enters with measured steps, with desire, caution and reflection, especially as all the fairy godmothers of the cinematic language can legitimately be summoned to this summit meeting. We can thus imagine that, with such ideas in mind, the director has set his ambitions very high. This vision of sign language as a human and incarnate metaphor for the cinema will naturally lead him to use all the resources at his disposal to feed it.

Having enrolled, for the film’s requirements, in a beginners’ sign language class, Philibert first of all discovers that his teacher, totally deaf, uses drawings similar to those of a storyboard as an educational tool designed to get across, in terms of framing, the space that is suited to this language. «Not only does signing demand extreme precision, but it mustn’t be too constrained or too ample so as to find its place in a space that corresponds exactly to what filmmakers around the world call a medium close shot. But there are also signs that have to be made in close-up and others that even include zoom movements.»

Similarly, we need to point out the crucial importance of light in the lives of the deaf since darkness or shadows deprive them of all possibility of expressing themselves. In the same way, for the deaf, there cannot be any voice-over or off-screen action, so there is no possibility of filming them in close-up or slipping in matching shots as this could break the thread of their speech. Forced to invent new filming methods to adapt to his subject, Philibert seizes this opportunity to work on the very matter of cinema. Inevitably, Philibert reached this point too: «Of course, a film like this could not ignore the question of sound. It was inherent in the subject itself. But, for a very long time, I was barking up the wrong tree, obstinately attempting to reproduce the way in which the deaf perceive sound. It didn’t work. So I returned to simple ideas.» Ideas that we see at work in the film, in all their clear self-evidence, ideas literally unheard of before.

But, however elevated the nature of his project, Philibert never pretends to dominate it. What he offers is, in a way, a gift of gratitude to match the welcome that he was given in the land of the deaf.  Rather than build for his hosts an umpteenth little socio-documentary chapel, he opens the portals of cinema’s cathedral for them, making a film not about them but for them and everyone, even if it is more often than not generously subtitled for the deaf. A film that seizes the opportunity for the cinema to talk about the deaf and vice versa. A film rich with a thousand nuggets of useful information on deaf culture in which the «non-hearers» do not hesitate to reveal to «hearers» a few of the considerable advantages of their lot: the universality of communication («In two days, I can talk with a deaf Chinese person.»), the extreme acuity of their gaze and, last of all, the «secret society» dimension of this language that allows them to talk without the non-deaf realizing, right in front of them.

With hands or with words, the movie tom-toms have to sound out for In the Land of the Deaf. You can also combine the two: cross your fingers while wishing that word-of-mouth will work perfectly.

(1) Quoted by Oliver Sacks in Seeing Voices, 1989.