La Galería de Zoología del Muséum National d’Histoire Naturelle – hoy día conocida como « Galería de la Evolución » – llevaba un cuarto de siglo cerrada al público. Decenas de millares de animales disecados estaban desde entonces hundidos en la penumbra y en el olvido : mamíferos, peces, reptiles, insectos, batracios, pájaros, crustáceos…
Esta película fue rodada durante el periodo de renovación – de 1991 a 1994 – y narra la metamorfosis del lugar y la resurrección de sus extraños internos.
Cámara Frédéric Labourasse, Nicolas Philibert • Sonido Henri Maïkoff • música original Philippe Hersant • Montaje Guy Lecorne • Mezclas Julien Cloquet • Asistente de dirección Valéry Gaillard • Dirección de producción Françoise Buraux • Productor delegado Serge Lalou • Una coproducción Les Films d’Ici, France 2, Muséum National d’Histoire Naturelle, Mission Interministérielle des Grands Travaux • Con la participación de Centre National de la Cinématographie, Ministère de l’Enseignement Supérieur et de la Recherche, Ministère des Affaires étrangères • En asociación con Channel 4, RAI TRE, VPRO, Télévision Suisse Romande .
Prix du meilleur film « de recherche », Festival dei Popoli, Firenze 1994 • Prix Okomedia, Frankfurt, 1995 • Golden Gate Award, San Francisco International Film Festival, 1995.
Distribución en Francia & Ventas internationales : Les Films du Losange
Estreno en cines en Francia : junio de 1996
En la primavera de 1991, cuando me enteré de que la Galería de Zoología, que llevaba un cuarto de siglo cerrara al público, iba por fin a ser restaurada, inmediatamente me entraron ganas de hacer una película sobre las obras que, sin duda, serían distintas a todo lo realizado hasta el momento: obviamente iban a restaurar el edificio, iban a reproyectar completamente la escenografía y la forma de presentación de los especímenes y a adaptarla a los conocimientos actuales… pero lo más importante es que iban a restaurar una parte de sus fabulosas colecciones, cientos de piezas de los millones de animales disecados que los investigadores de antaño, viajeros naturalistas, habían traído de todos los rincones del planeta y acumulado durante más de dos siglos.
Durante meses, en el secreto de los talleres y de los laboratorios, iban a desempolvar, recoser, vendar, remendar y repintar a los internos de la Galería que, tras 25 años de abandono, estaban bastante ajados.
Una de mis películas anteriores, La ciudad Louvre, ya había explorado la trastienda de un gran museo… Pero esta vez se trataba de entonar una especie de himno a la diversidad del reino animal, en el cual mamíferos, peces, pájaros, moluscos, insectos, anfibios y reptiles compartirían el estrellato, relegando así a los humanos (naturalistas, museólogos, arquitectos y taxidermistas) al rango de meros valedores.
Pero para filmar esas colecciones primero teníamos que familiarizarnos con cómo estaban y cómo están conservadas: todo un sistema de cajas, paquetes, tarros, etiquetas, cajones, estanterías, montones, armarios, vitrinas, filas, compartimentos… Muchas divisiones y subdivisiones que nos recuerdan la noción de reino, clase, orden, género, familia, especie, subespecie y que ordenan el inventario de acuerdo a una jerarquía permanentemente actualizada, ya que, a decir de los especialistas, esta gigantesca tarea de clasificación, a la cual Linné dio las bases modernas hace 250 años, está lejos de concluir su andadura. Supe entonces que cada año se identifican cerca de 7.000 especies o subespecies nuevas en el mundo, principalmente insectos.
Empecé a filmar extraños cuerpos silenciosos, inmóviles, inertes, esos animales muertos, convertidos en objetos, colocados para siempre en posturas que les dan una apariencia de vida.
¿Pero cómo dar un aspecto de vida a esos cuerpos que han perdido su sustancia y de los cuales sólo queda un envoltorio externo? Es obvio que habría que dar la impresión de que nos miran, ubicarse de tal modo que esos ojos inmóviles, muertos, que nunca parpadean ni desvían la mirada recobren una apariencia de intensidad. Sin embargo, no todas las especies animales se prestan a ello de la misma forma, muchas de ellas poseen un ojo a cada lado del cráneo y para poder crear la ilusión de una mirada es conveniente que los dos ojos estén en el eje de la cámara.
Además, habría que hablar de las posturas, de las poses, de las expresiones en las que los especímenes han sido inmortalizados y que nos revelan tantas cosas sobre la visión que el hombre tiene de la naturaleza. Al examinarlos atentamente podría surgir una Historia de la taxidermia que revelaría la existencia de modas, corrientes, estilos… pues es muy cierto que la representación que nos hacemos del mundo animal evoluciona a través de los siglos
La imagen clásica del león, posando en una postura agresiva y guerrera, con la boca abierta, los colmillos acerados y un antílope entre las garras hace sonreír a los especialistas de hoy; si ellos tuvieran que disecar ese tipo de espécimen, seguramente optarían por darle una expresión más neutra. El antropocentrismo ha perdido un poco de arrogancia y la idea de la evolución se ha ido imponiendo paulatinamente. Gracias a los descubrimientos conjuntos de la paleontología y de la biología molecular, ahora sabemos que todos los seres vivos que existen o que existieron pertenecen a un único árbol genealógico, que proceden de una misma filiación, en la cual se inscribe también la especie humana. Por consiguiente, esta película no es más que un retrato de familia, ya que, del dromedario a la tarántula, todos los animales son nuestros primos lejanos.
Pero, que nadie se llame a engaños, yo no pretendía exponer ningún conocimiento científico. No hay explicaciones ni entrevistas, esta película propone un distanciamiento, es la mirada divertida y fisgona de un cineasta, como si hubiera penetrado en esos lugares mediante efracción. Esboza el punto de vista de un aficionado a los sueños, cautivado por la extrañeza y la emoción que transmiten esos cientos de animales inmóviles que los sabios de entonces reunieron y que los científicos de hoy conservan como tesoros.
Además, Un animal, animales, nos remite a los orígenes de la vida, a una escala distinta: la de los tiempos geológicos, que se expresan en centenares de millones de años.
Nicolas Philibert
Les Inrockuptibles - 5 de junio de 1996
Un poco sumergidos aún en la resaca de los estrenos post Cannes, no habría que dejar en el olvido Un Animal, animales, auténtica joya de inteligencia cinematográfica encajada – aunque esperamos no aplastada – entre Rohmer y Desplechin. Ya conocíamos a su director, Nicolas Philibert, por La Ciudad Louvre, minuciosa inmersión en los entresijos y secretos del célebre museo, o por El País de los sordos, formidable lección del saber mirar que se estrenaba el año pasado en las salas de cine. En Un animal, animales, la cámara de Philibert ha registrado de manera escrupulosa las fases de restauración del Museo de Historia Natural. Un trabajo de restauración, gigantesco y, al mismo tiempo, meticuloso, que exige decenas de competencias distintas e incluso opuestas, materia gris y músculos: dedos mágicos de los taxidermistas, conocimientos de los paleontólogos, músculos del personal que hace la mudanza, ojo de los coloristas, mirada de los arquitectos, organización de los archiveros… Todo un bestiario humano y científico que Philibert nos descubre, desde las tareas más nimias (clasificación de mariposas, pegarle una pluma a un pájaro…) a las grandes obras (reconstrucción del edificio y redistribución de los sectores siguiendo la cadena de la evolución…), de la cabeza (reflexiones conceptuales de los científicos) a las piernas (sudor de los camioneros que transportan un elefante), todo un trabajo colectivo de puesta en escena y representación; al final, como el buen cineasta que es, Philibert también nos muestra la metáfora del rodaje de una película. Pero, más allá de los hombres, las auténticas estrellas aquí son sus ancestros y sus primos lejanos de todos los tiempos, todos esos insectos, reptiles y mamíferos que se vuelven a pintar, a coser y a remendar, desde las garras al hocico. El punto fuerte de Un animal, animales consiste en volver a dar vida a toda una fauna inmortalizada para la eternidad en su pose disecada. Philibert, gracias a la inteligencia de su mirada y a la fuerza de las imágenes en movimiento, roza una fantasía que nos hace pensar en las más maravillosas horas documentales de Franju o de Resnais: un mono nos mira raro, como un anciano espantado, un elefante se desliza entre los árboles del Jardín de las Plantas, una cebra se echa a volar por delante de las ventanas del Museo, un oso espera a que le vuelvan a pegar el ojo, otros animales parecen estar preparados para abandonar las estanterías en las que están colocados y saltarles a la yugular a sus carceleros (o al espectador que los mira) – un sinfín de líneas de fuga surrealistas que surgen de las situaciones más prosaicas. Como si nada, Philibert se deja llevar por una reflexión sobre la mirada que recuerda al inventario de animales del Al azar, Baltasar de Bresson; el cineasta mira a los ojos a esta fauna disecada; de repente, ella es la que nos observa en silencio, con un terrible resplandor de reproche en el fondo de su mirada, un misterioso cuestionarse. Viejo poso de culpabilidad que resurge con la pregunta de un niño de 11 años después de ver la película: “¿De dónde vienen los animales? ¿Los han matado para disecarlos?» Una cámara nunca es neutra. Pero el que se lleva la palma del humor es otro niño que le pregunta a Philibert. “¿Por qué no sales en la película?” El cineasta no está aún lo bastante maduro (o lo bastante muerto) para que le embalsamen y, tal y como va nuestra evolución, el hombre del siglo XX no parece que esté cerca de formar parte de los especímenes del Museo. Hasta que llegue ese momento, Philibert nos ha dado una lección de modestia (vanidad del hombre en la inmensa cadena de la evolución). Lección que tiene la elegancia de ser, ante todo, una formidable película, en los confines de la ciencia, de la arquitectura, de la poesía, de lo fantástico, del naturalismo y del work-in-progress.
Libération - 5 juin 1996
Histoire de rouiller la vieille scie d’un dilemme foireux, posons d’emblée que Un animal, des animaux n’est ni un documentaire ni une fiction, mais un film de cinéma. De 1991 à l’été 1994, Nicolas Philibert a suivi la restauration de la grande galerie de l’Evolution du Muséum d’Histoire naturelle, aussi bien les travaux de modernisation du bâtiment que le rafistolage des animaux taxidermisés qui y sont présentés. Si Philibert jette un œil laser sur le chantier des hommes, histoire de rappeler ce qui hélas n’est plus guère de saison (un travail, des travailleurs), son attention est en majorité hypnotisée par cette arche de Noé empaillée qui bien mitée par l’outrage des temps (et les trous dans le toit de la galerie) est venue se refaire une beauté-santé dans les labos des restaurateurs. Et l’on découvrira alors le mal-fondé de l’expression peigner la girafe.
C’est en effet tout un tintouin non seulement de la peigner mais aussi, comme pour une épilation à l’envers, de reconstituer poil à poil ses défaillances de pelage. Comme les remplumeurs de perroquets, les rétameurs de rhinocéros ou les puzzleurs de diplodocus, bien qu’ils prennent des gants, n’y vont pas de main morte (papa pique et maman coud), il y a parfois une fort inquiétante fragrance de savant fou (tendance Docteur Moreau) qui passe sous les images. Mais en adhérant au point de vue majeur de Philibert, celui « d’un amateur de rêves », c’est plutôt le Manuel de zoologie fantastique qui vient en tête. Un manuel, humour oblige, qui aurait été mis en chanson par Bobby Lapointe : on groin rêver, notamment avec une insensée conservatrice en chef dans le rôle de la professeur Tournesol très à cran sur ses insectes.
Tant de bonheur n’empêche pas une excellente gravité. Lorsque Philibert soutient le regard de verre des animaux empaillés, c’est soudain la pérennité de l’univers qui nous en impose : dans le grand bastringue de l’évolution, tout un chacun ne fait que passer.
Les Cahiers du Cinéma n° 488 - Février 1995
Au petit matin, une camionnette file dans la verte campagne, un étrange chargement sur le dos. Ours, antilopes, zèbres, tous ces animaux empaillés sont acheminés vers leur dernière demeure : la Galerie Zoologique du Muséum National d’Histoire Naturelle de Paris. Créée à la fin du XIXe siècle, mais fermée au public depuis trente ans, inscrite dans le programme des Grands Projets de rénovation de l’Etat, cette galerie zoologique est réouverte depuis l’automne dernier après trois longues années de travaux pendant lesquelles Nicolas Philibert s’est faufilé dans ses coulisses pour en filmer la lente métamorphose. Une caisse abandonnée là nous donne à lire ce mot : « Ben Hur », un code peut être bien, mais qui suffit à dire l’ampleur des moyens mis en oeuvre, l’aspect monumental de ce chantier pas comme les autres et du bâtiment lui même dont l’intérieur est semblable à la nef d’une cathédrale.
Pour dire vrai, Philibert s’attarde peu sur les aspects architecturaux du Muséum, s’intéressant plutôt à toute la chaîne du travail, taxidermistes et scientifiques qui, dans le secret d’un atelier, peignent, brossent, rafistolent, oeuvrent à la résurrection de ses étranges pensionnaires que l’oubli et la pénombre avaient quelque peu altérés. C’est un perroquet à qui on recolle une plume arrachée, une girafe rajeunie par un magique coup de pinceau, un aigle royal qu’on dépoussière.
Raconté comme cela, Un animal, des animaux pourrait avoir des allures de cérémonie mortuaire, or c’est exactement le contraire : Nicolas Philibert a saisi tous ces spécimens, non pas dans la réalité même de leur mort, mais dans la posture destinée à leur rendre un semblant de vie. Le film tient le pari de cette proposition, ponctué de gros plans d’animaux dont les yeux nous donnent l’illusion que ces corps inanimés nous regardent comme nous fixaient les mille yeux de verre que Brialy collectionnait dans Lavardin, nous rappelant à l’ordre de cette chaîne de l’évolution à laquelle appartient le règne animal et dont l’espèce humaine fait elle aussi partie. Mais on n’est pas pour autant pris « de haut » on sent passer dans le film, comme en filigrane, un mélange d’ironie et de jubilation, un peu de cette fantaisie qui fait les grands Chabrol. L’étrangeté du film vient de l’absence de tout commentaire c’était le cas déjà dans La Ville Louvre, auquel Un animal, des animaux ne manque pas de faire penser. Et justement comment taire, sans rien cacher ? En pariant sur la curiosité du spectateur. Elle naît aussi de la diversité même des métiers rencontrés, qui travaillent « en parallèle » c’est donc aussi une affaire de montage et que Philibert filme d’un oeil malicieux, prosaïque, débarrassé de toute odeur de mort : la gueule d’une pelleteuse fait penser à celle d’un crocodile, une autruche se déplace sur un chariot grinçant et semble couiner d’elle même, etc. Un animal, des animaux nous fait découvrir la manière dont toutes les collections du Muséum sont conservées, répertoriés, tout un système de rayonnages, d’étagères et de vitrines. Voilà qui en rappelle d’autres : cette zoothèque est elle si différente d’une cinémathèque ? Leur mission est identique : il s’agit d’archiver, de restaurer et de montrer. Ici ce sont des animaux, là ce sont des films. Et au milieu de tout cela, il y a ce drôle d’animal qui fait des films : l’homme. Et de son destin muséographique, Philibert s’en amuse le premier.
Télérama n° 2346 - 28 décembre 1994
Le montage du documentaire touchait à sa fin et le titre manquait cruellement. Nicolas Philibert contemplait, perplexe, ses images. Soudain, une règle grammaticale de base lui revint en mémoire : Un animal, des animaux. Singulier pour un pluriel ! Son film s’appellera ainsi.
En 1991, le cinéaste René Allio, dont Nicolas Philibert fut l’assistant, l’invite à visiter la galerie de zoologie du Muséum d’histoire naturelle de Paris. Le lieu est assoupi dans un vague abandon, depuis sa fermeture, en 1965. Sa rénovation doit commencer avec, dans le rôle du scénographe, René Allio, justement.
Après son superbe documentaire La Ville Louvre, Nicolas Philibert s’est juré de ne plus filmer un musée, il a le sentiment d’avoir usé et assouvi sa curiosité pour cet univers. Mais là, il est remué devant ces cortèges d’animaux ravinés, aux pelures usées, trouées, aux poils rares, aux plumes en berne et ternes, aux yeux vitreux, aux phalanges poussiéreuses… Devant ces collections extravagantes de papillons, d’insectes, de reptiles, de poissons, de crustacés, ces kilomètres de réserves, comme autant de galeries souterraines, où est classé, répertorié, étiqueté du vivant empaillé… Devant ces bocaux où flottent d’étranges mollusques en odeur de formol. Entre malaise – « Je n ‘ai aucune attirance morbide pour la taxidermie », et fascination –
« Ces collections renvoient l’évolution des espèces » , Nicolas Philibert devient parjure.
Avec ce goût enfantin de soulever les tapis pour regarder ce qui se cache dessous, il veut aller voir au delà des vitrines, être présent quand les gravats racleront les planchers, quand tout le chantier sentira le fauve, entre transpiration et rénovation, quand on dépècera les bêtes pour les rhabiller, les remaquiller, quand on les mettra en place pour un hypothétique tour de piste. En un mot, il veut filmer les travaux, ce moment de passage, cette mue. « On croit toujours que les coulisses m’intéressent. Peut être… mais je suis surtout passionné pas les gens au travail, par les gestes, ces activités qui occupent les humains des heures et des heures durant. »
Nicolas Philibert a toujours choisi de donner au spectateur son regard vierge et son émerveillement, alors il se plonge dans les réserves et les labos, se mêle à une multitude de corps de métier, trois années de suite. Sa principale difficulté est de rester aux aguets, d’autant qu’il ne peut se rendre chaque jour au Muséum. Qui plus est, le tournage du Pays des sourds l’occupe beaucoup.
On ne le prévient pas toujours et il rate des « événements », la naturalisation d’un tigre, par exemple pour saisir le mouvement authentique, le taxidermiste s’est rendu au zoo de Vincennes, sa motte de terre sous le bras, afin de sculpter l’animal en miniature.
La tête pleine de spécimens humains hauts en couleur qui envoient des mouches à l’autre bout du monde par Chronopost ou passent les frontières avec des souris plein les poches, la pellicule débordant de bêtes de tous poils, Nicolas Philibert se retrouve embarrassé de quarante heures d’images difficiles à monter. « C’était un défi de construire un film avec des personnages naturalisés, donc muets et immobiles, et de leur donner un simulacre de vie. »
Ses films ressemblent à Nicolas Philibert. Ils sont silencieux avec des regards qui racontent, « parce que je ne cherche pas à faire de la pédagogie, mais j’essaie de mettre le spectateur en situation de comprendre par lui même ». Ils ont une patine philosophique, trace de ses études : La Ville Louvre était un film sur l’espace, on faisait des kilomètres dans les couloirs et les réserves du musée. Un animal, des animaux est un film sur le temps, on remonte dans toute cette entreprise de classification commencée au XVIIIe siècle. » Des films libres et difficiles à étiqueter, à la différence des espèces du Muséum. « Je n’ai jamais tourné un documentaire pour des raisons alimentaires. Le portrait de Ken Loach que je prépare pour la série Cinéma de notre temps sera en fait ma première commande » *.
Comme de bien entendu, il a choisi de filmer le cinéaste britannique dans son travail de coulisses : le casting !
* Allusion à un projet que j’abandonnerai en route, et qui sera finalement confié à Karim Dridi. (NPh)