Nos sumergimos en el corazón de Radio France, en busca de lo que habitualmente escapa a las miradas: los misterios y lo que se cuece entre bastidores de un medio de comunicación cuya materia propia, el sonido, es invisible.
Fotografía Katell Djian • Cámara Nicolas Philibert, Katell Djian, y ocasionalmente Laurent Chevallier • Sonido Julien Cloquet, y a veces Xavier Griette, Laurent Malan, Nicolas Philibert, Olivier Schwob • Montaje Nicolas Philibert asistido por Léa Masson, Janusz Baranek, Madelyne Coleno, Fanny Weinzaepflen • Mesclas Olivier Dô Hùu • Asistentes de dirección Amaury Chardeau, Pauline Coudurier • Productora ejecutiva Virginie Guibbaud • Productor delegado Serge Lalou • Una coproducción Les Films d’Ici, Longride Inc. (Japón), ARTE France Cinéma • Con la participación de Canal +, Ciné + • En associación con Cofinova 7 y Les Editions Montparnasse • Con el apoyo de la région Ile-de-France y de Centre National du Cinéma et de l’image animée.
• Premio « Tiempo de Historia » 2013 (mejor documental, Semana de Cine de Valladolid) • Etoile d’Or 2014 (Premio de la prensa del cine frances) • Nominado a los Cesar 2014, categoría « Mejor documental »
Berlinale, sección Panorama, febrero 2013 • Longueur d’Ondes, Festival de la radio et de l’écoute, Brest, febrero 2013 • Itinérance, Festival Cinéma d’Alès, marzo 2013 • Istanbul International Film Festival, abril 2013 • Planet Doc Film Festival, Varsovie, mayo 2013 • Internationales Dokumentar FilmFestival Münich, mayo 2013 • Biografilm Festival, Bologna, mayo 2013 • Docville International Documentaire Film Festival, Louvain, Belgica, mayo 2013 • Sydney Film Festival, junio 2013 • FIDOCS (Festival Internacional de Documentales en Santiago de Chile), junio 2013 • Jerusalem Film Festival, julio 2013 • Melbourne International Film Festival, augusto 2013 • Telluride International Film Festival, Estados Unidos, augusto/setiembre 2013 • International Film Festival Message to Man, Saint-Petersbourg, setiembre 2013 • Vancouver International Film Festival, setiembre 2013 • Rio de Janeiro Film Festival, octubre 2013 • BFI London International Film Festival, octubre 2013 • FIDBA (Festival Internacional Documental de Buenos Aires), octubre 2013 • Astra Film Festival, Sibiu, Rumania, octubre 2013 • Festival International de cine de Morelia, Mexico, octubre 2013 • DocLisboa, Lisbonne, octubre 2013 • Semana de Cine de Valladolid, octubre 2013 • Festival du Film français de Tübingen/Stuttgart, noviembre 2013 • France Odéon (Festival du cinéma français, Florence, noviembre 2013 • CPH DOX (Copenhagen International Documentary Film Festival), noviembre 2013 • Stockholm International Film Festival, noviembre 2013 • Muestra Internacional de Cine, Cineteca de Mexico, noviembre 2013 • SURDOCS (Festival de Cine documental de Puerto Varas), Chile, noviembre 2013 • Festival du Film français de Dublin, Irlande, diciembre 2013 • Festival International du Film de Tromso, Norvège, enero 2014 • DocPoint (Helsinki Documentary Film Festival), enero 2014 • The Magnificent Seven (European feature documentary Film Festival), Belgrade, febrero 2014 • Thessaloniki Documentary Film Festival, marzo 2014 • FIDADOC (International documentary festival in Agadir), Maroc, abril/mayo 2014 • • Festival de Cinefrancés en Cuba, Mayo 2014 • Transilvania International Film Festival, Cluj (Roumanie), Junio 2014.
Distribución en Francia & Ventas internationales : Les Films du Losange
Estreno en salas en Francia : 3 de abril 2013
Una de las razones por las que a tanta gente, entre la que me incluyo, le gusta la radio – aunque yo no me di cuenta hasta mucho tiempo después de haber empezado a disfrutar con ella – está ligada a la ausencia de imágenes, tanto a la invisibilidad de aquellos y aquellas que en ella se expresan, como a la invisibilidad de los innumerables lugares a los que nos transporta. Una invisibilidad que nos permite identificarnos imaginariamente con los que hablan y que, sin que tengamos que salir de nuestra habitación, nos hace viajar por la tierra, por el mar, por todas las capas de la sociedad, por todas las esferas del pensamiento y de la actividad humana. Pero la radio también es nuestra memoria colectiva. Voces que nos resultan familiares, sintonías publicitarias, canciones que nos sabemos de memoria, momentos de total despreocupación, «franjas horarias” que dan ritmo a nuestro día a día y lo ritualizan. A veces, incluso, es sólo un telón de fondo que ni siquiera escuchamos, una presencia amiga, tranquilizadora, mientras estamos haciendo otras cosas.
¿La «casa» de la Radio?
Todos los franceses conocen la existencia de este famoso edificio circular situado al borde del Sena, en pleno corazón de París. En la Casa de la Radio, con más de sesenta estudios, varios auditorios, una sala de conciertos y un millar de despachos, se encuentra la administración central de Radio France y los servicios de la mayor parte de sus emisoras: France Info, France Bleu, France Culture, France Musique, le Mouv’ y FIP. También es la sede de los estudios de Radio France Internationale (RFI) – que durante mucho tiempo formó parte de la empresa pública, antes de convertirse en una sociedad independiente -, así como de cuatro formaciones musicales estables, una productora publicitaria y otras filiales más. Y, aunque los estudios de France Inter tuvieron que emigrar a un edificio vecino, por falta de espacio, esta emisora generalista sigue, obviamente, formando parte del grupo.
Será, por tanto, en esta gran casa (y en el anexo que ocupa France Inter) donde se situará nuestra película. Un lugar al que dan vida cientos de periodistas, técnicos, productores, secretarias y documentalistas, sin contar con el personal encargado de su mantenimiento, gestión, desarrollo y promoción, ni las decenas de invitados – famosos o desconocidos – que acuden a ella todos los días para participar o asistir a la grabación de los programas.
¿»En» esta gran casa?
Sí, «en» más que «sobre» esta gran casa, porque el proyecto, como vamos a ver, no se dedicará tanto a describir el lugar en sí mismo como a transportar al espectador al otro lado, al lado de los estudios y de la producción sonora que es su razón de ser. Una producción extremadamente abundante, tan variada que no se podría dar una imagen representativa: no sólo porque sería misión imposible, sino sobre todo porque aquí estamos ante un proyecto de cine y no ante un documental didáctico. Es decir, que las decisiones que tendré que tomar no responderán a patrones de tipo sociológico u otro, del mismo modo que el “casting”, que realizaremos entre aquellos o aquellas que allí trabajan, no se hará en función de una eventual notoriedad.
Hace veinte años, el rodaje de La Ciudad Louvre (La Ville Louvre) me dio la posibilidad internarme en los entresijos de ese gran museo. Con el pequeño equipo que me rodeaba, habíamos descubierto la existencia de una auténtica “ciudad en la ciudad”, parte sumergida de un iceberg del que nunca habría podido imaginar el tamaño. Al explorar sus kilómetros de galerías subterráneas, sus depósitos, sus laboratorios, sus talleres y sus salas, conocimos a arqueólogos, tapiceros, marmolistas, físicos y químicos, restauradores de lienzos y doradores de marcos, cerrajeros, técnicos de calefacción, técnicos en acústica, gimnastas y bomberos, un profesor de boca a boca, jugadores de petanca, un patinador… y algunos de ellos, rápidamente, se convirtieron en los inesperados personajes de nuestra película, junto a conservadores y vigilantes.
Podemos suponer por tanto que una película en la Casa de la Radio, otra fortaleza, otro mundo en sí mismo, tendrá un cierto parentesco con La Ciudad Louvre. Pero esta vez, no se tratará tanto de filmar los lugares y recovecos más insólitos, ni toda la gama de pequeños oficios que por allí desfilan, sino de retratar el trabajo específico que se desarrolla en ese espacio: la grabación de las emisiones radiofónicas. Se tratará de explorar, por tanto, esta relación tan particular con la voz, con la palabra, con la lengua, con los sonidos, con el silencio, con la escucha y, más aún, esa relación con el mundo, y no limitarnos a describir los engranajes de una institución, su historia, su arquitectura, o las complejas relaciones que mantiene con el poder ejecutivo. Sin privarme, sin embargo, de rodar una escena en un despacho, en una sala de reuniones, en un local técnico o en uno de los interminables pasillos circulares en donde no es extraño perderse, lo esencial de la película se rodará en los estudios, antes – el breve espacio del precalentamiento – y sobre todo, durante la grabación de los programas, ya sea en directo o en diferido. Y además, hay que distinguir entre los que exigen un trabajo de preparación, a veces largas investigaciones, la utilización de archivos y documentos sonoros, de los que podemos llamar «programas fluidos», o porque no tienen otra ambición más allá del puro entretenimiento, o porque son programas pegados a la actualidad, al hecho, al instante en el que se produce. Una película sobre la radio… y el resto del mundo. Una película sobre el sonido, en suma.
(…)
Y así me vienen a la mente imágenes de mi primera visita a La Borde, en diciembre del 94, la clínica psiquiatra en la que, seis meses después, iniciaría el rodaje de “Lo de menos” (La Moindre des Choses). En aquella primera visita, no estaba muy convencido con la idea: me daba miedo la perspectiva de enfrentarme al universo de la locura, y no entendía qué podía autorizarme a filmar a seres fragilizados por el sufrimiento psíquico, que no podrían evitar encontrarse en una posición débil, instrumentalizados por la cámara… Nada más llegar, me pasaron al despacho de Jean Oury, el director y fundador de aquel centro. Tras dos horas de entrevista, durante la cual le había hecho partícipe de mis temores, el gran psiquiatra se levantó, me acompañó a la puerta y me dijo:
– Decida lo que decida, tiene que saber una cosa: aquí no hay nada que ver.
Y después de un fuerte apretón de manos, añadió:
– ¡Así que cuando esté preparado para filmar lo invisible, estaremos encantados de recibirle!
Obviamente, había pronunciado las palabras mágicas, al menos las correctas para despertar en mí el deseo de hacerlo. Pues, aquí estamos de nuevo y, una vez más, podría ser que «no hubiera nada que ver». Quiero decir con esto que el auténtico desafío de esta película no consiste en hacer visible lo que habitualmente se oculta a nuestras miradas. Consiste más bien en tratar de hacer incluso de esta ausencia uno de los temas de la película. Me tocará por tanto buscar un modo de representación del universo radiofónico que no se limite a filmar de manera lineal, redundante, plana e informativa la actividad que reina en los estudios. ¡Todo lo contrario! Habrá que superar, exceder el potencial informativo de los planos; dotarlos de un relieve diferente, proponer a la mirada algo que no sea el simple registro de lo real; inscribir las imágenes en una temporalidad que se distinga de la de los programas elegidos, una temporalidad que sea la de la película; recrear lo invisible, el fuera de campo, el “off”; mostrar que la radio es una ventana y, como tal, convoca al resto del mundo. En suma, que la extrañeza, la opacidad y lo otro entren de lleno en la película.
Nicolas Philibert, junio de 2010
Dossier de presse
¿Cómo nace la idea de la película?
Era algo que me rondaba por la mente desde hacía mucho tiempo. La idea de filmar voces. Una película sobre la radio, es un poco contra natura – ¿cómo filmar la radio sin destruir su misterio? – pero sin duda ése era el motivo que me empujaba a hacerlo.
Al principio del rodaje, ¿sabía de manera precisa lo que quería filmar?
No, en absoluto. No hago mis películas partiendo de un “querer decir” preexistente, de un discurso “sobre”. Cuando empieza el rodaje, suelo pensar que ¡cuanto menos sepa, mejor! Si tuviera que seguir un programa, me aburriría muchísimo, y me daría miedo perderme lo esencial. La idea inicial era sumergir al espectador en el corazón de esta colmena que es Radio-France, en donde la diversidad de las emisoras ofrece un increíble abanico de programas, estilos, tonos, voces, acentos y rostros, sin tener que preocuparme de buscar ningún equilibrio entre las emisoras, ni dejarme llevar por una lógica cerrada de «representatividad». Sería, por tanto, un recorrido libre, ajeno a todo tipo de preocupaciones institucionales. Pero, una vez planteado el principio, ¡ya sólo faltaba todo lo demás! Cuando empecé a rodar, tenía en mente algunos programas, algunas voces, pero eso era todo. No tenía la más mínima idea de cómo se iba a construir la película. Es una constante en mi manera de trabajar. Como dice el poeta, se hace camino al andar, gracias a los encuentros, las circunstancias y el azar, a veces. Necesito tener un punto de partida, definir un marco, unas pocas reglas y, a partir de ahí, improviso.
¿Cuánto tiempo estuvieron allí y cuántos eran?
La mayor parte del tiempo, éramos cuatro, pero alguna vez fui a rodar solo, o íbamos sólo dos. El rodaje duró seis meses, de enero a julio de 2011, luego empecé a montar, y durante el montaje, tuve que volver varias veces a rodar escenas complementarias, de lo que se deduce que el montaje lo revuelve todo y hace que surjan nuevas posibles vías.
Radio France produce y emite cada semana un volumen considerable de programas. ¿Qué criterios seguía para filmar un programa y no otro?
Cada uno de nosotros tiene “su” radio, sus programas favoritos, sus presentadores y presentadoras fetiches, sus citas diarias o semanales con las ondas. A mí también me pasa, pero no es lo que determinó la columna vertebral de la película. Quería diversidad, heterogeneidad, ya lo he dicho, pero no había que caer por eso en lo heteróclito, ni hacer una película catálogo, sin hilo conductor. Entonces, ¿qué sistema adopté? Es difícil de explicar, porque tenía que tener en cuenta un gran número de factores: la naturaleza de los programas, su dramaturgia, su contenido en el día de rodaje… ¡Y enseguida comprendí que un programa de calidad no tenía porqué dar como resultado una buena escena! Y que el interés que podía tener filmar un programa dado no era proporcional a la importancia de su contenido o de su tema. ¡Peor aún! Los contenidos como tales podían ser una trampa: cuanto más «fuertes» eran, más podían perjudicar a la película, ya que podían eclipsar lo que me interesaba por encima de todo, es decir, la gramática, la mecánica de la radio. Di prioridad, por tanto, a esos criterios en apariencia más insignificantes, pero más cinematográficos: los rostros, las miradas, las entonaciones, la fluidez o los tropiezos en una palabra, el timbre y la sensualidad de una voz, el cuerpo que la lleva, el acento de un invitado, el lenguaje gestual de un presentador, la atmósfera de un estudio… En suma, solía apostar más por la presencia de unos y otros que por lo que decían. Por último, había que tratar de conservar una visión de conjunto, y no filmar los programas por lo que eran, sino más bien, considerarlos como material bruto a partir del cual, yo construiría un relato. Aquí es donde interviene la parte de ficción inherente a toda escritura documental.
Salvo en los créditos del principio, los pasajes informativos están muy poco desarrollados…
Y, sin embargo, estuve rodando durante un período particularmente movido, rico en acontecimientos de alcance “planetario”: las revoluciones árabes, la catástrofe de Fukushima… Estos acontecimientos se evocan en la película, pero no quise que adquirieran demasiado protagonismo. No eran el tema de la película. Sin contar con que la actualidad es perecedera. Para no “datar” demasiado la película y mantener una dimensión intemporal, no había que ceñirse demasiado a lo meramente factual.
¿Qué dificultades encontró a lo largo del rodaje?
Es una película que ha exigido mucha flexibilidad y reactividad a todo el mundo. Ante la masa considerable de programas producidos y emitidos cada día en todas las emisoras de Radio France, había que estar permanentemente en alerta. En algunos casos, conseguía hacerme con el tema de un programa con antelación, los nombres de los invitados, y podía anticiparme, organizar las cosas previamente. Pero, a menudo, tenía que movilizar al equipo en el último momento, como siempre que la actualidad me empujaba a “tener que” filmar un programa matinal. Avisaba al equipo a las ocho o a las nueve de la noche y lo convocaba para el día siguiente a las cinco de la mañana.
Además de estos problemas logísticos, las principales dificultades a las que tuve que enfrentarme eran las relativas a mi propio apetito, a mi propio deseo de filmar, que tenía que contener a toda costa. En mis rodajes anteriores, más de una vez tuve la oportunidad de constatar que es más difícil no rodar que rodar. Sobre todo hoy en día, con el digital. ¡Y ahí, en mitad de ese hormiguero, esto me parecía más patente que nunca! Tenía el corazón partido entre el deseo de rodar más y más, para nutrir esta diversidad indispensable al proyecto, y el ser plenamente consciente de que se trataba de un pozo sin fondo. De ahí la necesidad de resistirme, de remitirme constantemente a la cuestión de la escritura. Había otra dificultad: ¿qué hacer para no perturbar el trabajo de los demás, para no romper el equilibrio, a veces frágil, de una grabación? Tomemos por ejemplo, “Eclectik”, el programa de Rebecca Manzoni, del que rodé varias veces el final, ese momento tan especial en el que Rebecca, tras una hora de entrevista, sale de la habitación y deja a su invitado solo, delante del micro, y le pide que improvise. Nuestra presencia no tenía que desnaturalizar o hacer imposible ese “minuto de soledad”, por eso nos las ingeniamos para rodar sin estar presentes físicamente. Era el menor de los males. Aunque un poco raro, es verdad.
Hay muchos personajes, situaciones, se pasa de un universo a otro con mucha fluidez. ¿Cómo se planteó el montaje?
En materia de construcción, fui a lo más sencillo: la película se desarrolla durante un día y una noche. Pero es una jornada un poco virtual, que mezcla escenas rodadas en invierno, en primavera, o en verano con el Tour de Francia. En mitad de esta jornada, hay una breve secuencia de noche, cuando Annie Ernaux habla de la ira, sola, en un salón. Esta idea de una jornada me ayudó a construir la película, me sirvió de andamio de sujeción, pero no había que tomársela al pie de la letra. Al cabo de un rato, creo que te da un poco igual. Sin embargo, en la medida en que la película tiene un aspecto muy fragmentado, es importante que haya “personajes” recurrentes, como Marguerite Gateau que dirige una ficción o Marie-Claude Rabot-Pinson, en la redacción de Inter. Yo creo que gusta volverlas a ver, ver cómo surgen algunas situaciones, seguir la evolución de un trabajo a lo largo de una misma jornada.
Para mí, el montaje está más emparentado con una partitura musical: una nota llama a otra que, a su vez, llama a una tercera, y así se va construyendo el relato. Son blancas y negras, cortas y largas, silencios, asociaciones de ideas, rupturas de ritmo… También he jugado mucho con el fuera de campo: las películas tienen que guardar sus secretos, y si queremos alimentar la imaginación del espectador, hay que dejar una parte de sombra.
¿La propia naturaleza del proyecto le ha llevado a trabajar la banda sonora de una manera particular?
Podemos decir que el sonido, la voz y la escucha constituyen el tema de la película. Y, sin embargo, la banda sonora es bastante sencilla, casi depurada o, al menos, sin florituras. Le he prestado especial atención, sobre todo en el montaje: los encadenamientos, las asociaciones, el paso de una escena a otra se apoyan, a menudo, en sonidos, y les deben mucho. Pero no es algo exclusivo de esta película. Soy, a mi manera, un cineasta del lenguaje. Desde La Voz de su amo (La Voix de son maître, 1978), que mostraba el discurso patronal, hasta Nénette (2010), cuya banda sonora es totalmente off, pasando por El País de los sordos (Le Pays des Sourds, 1992), Lo de menos (La Moindre des choses, 1996) Ser y tener (Être et avoir, 2002) o incluso Regreso a Normandía (Retour en Normandie, 2006), podemos ver la mayor parte de mis películas como variaciones sobre la palabra y el lenguaje. Por eso no es sorprendente que la cuestión del sonido ocupe un lugar determinante en ellas, porque le va como un guante al tema.
Ciné Télé Obs - 21 de octubre, año 2013
Tras títulos como Ser y tener o Le Pays des sourds, Nicolas Philibert nos trae una nueva muestra de su cine más personal con La Maison de la radio, 24 horas en la redacción de una estación radiofónica en la que el director no interviene, no se implica: tan solo registra la realidad que desfila ante su cámara.
Debe ser complicado maridar el mundo de la radio, eminentemente sonoro, con el cine, arte de fuerte componente visual…
Está claro que una película acerca de la radio resulta un empeño un poco ilógico, antinatural… además de arriesgado. ¿Cómo es posible filmar la radio sin romper su misterio? Pero precisamente esta paradoja fue uno de los motivos por los que me decidí a rodar esta cinta. Cuando empecé a hacerlo, me di cuenta de que todas esas voces que solemos oír por la radio, conocidas y desconocidas, no eran tan abstractas e impersonales como parecían. De repente se habían vuelto de carne y hueso. El propio medio radiofónico no es visual, pero cuando se está entre bastidores, en medio del torbellino y entre todas aquellas personas profundamente involucradas en su trabajo, hay muchísimas cosas que ver.
¿Cuál es la situación de la radio en Francia, en comparación con otros medios como internet o la televisión?
La radio sigue siendo un medio fuerte, mientras que la televisión está en decadencia. Los jóvenes sobre todo son los que ven menos televisión, prefieren acudir a internet. La radio es un medio antiguo, pero no ha dejado de evolucionar. Por eso le afecta menos el desarrollo de los nuevos medios… En cierta forma, se beneficia de dicho desarrollo.
La Maison de la radio sigue las constantes de un estilo muy personal.
Esta película no es un documental a la usanza tradicional. Me refiero a que no es una película «acerca » de algo, que adopte un punto de vista didáctico y recurra al comentario, la explicación… Naturalmente, estamos en Radio France, un gran centro de frenética actividad, y observamos a todos aquellos profesionales trabajando, pero mi objetivo no fue describir con meticulosidad una institución y su funcionamiento interno. Se podría decir que el sonido, las voces y el acto de escuchar la radio constituyen la propia materia de la película. Por eso su montaje ha sido como componer una partitura musical: una nota llama a la siguiente, esta a una tercera y así sucesivamente.
La película conecta con sus trabajos previos en espíritu, en especial con Le Pays des sourds …
El tema del sonido es un aspecto crucial en mi obra. A mi manera soy un cineasta del lenguaje. Desde mi primera película, La voix de son maître (La Voz de su amo), que reflejaba las opiniones de grandes magnates, hasta Nénette, cuya banda sonora consta exclusivamente de voces en off, pasando por Le Pays des sourds (El País de los sordos), La Moindre des choses (Lo de menos) o Ser y tener, se puede ver que la mayoría de mis largometrajes son variaciones sobre el tema del habla y el lenguaje. En cuanto a esta película, no tardé en darme cuenta de que un buen programa de radio no garantizaba necesariamente una buena secuencia. Lo que me interesaba en primer lugar eran la gramática y la mecánica de la radio. De ahí que optara por criterios aparentemente más triviales, aunque cinematográficos: rostros, miradas, la fluidez o la dificultad de ciertas palabras, el tono y la sensualidad de una voz, la gestualidad de un presentador, la atmósfera del estudio.. En definitiva, muchas veces me fijé más en la «presencia» de las distintas personas que aparecen que en lo que decían.
Cineforever (México) - 12 de noviembre de 2013
Uno de los dos documentales proyectados en la 55 Muestra internacional de cine de la Cineteca Nacional, es La Casa de la radio (La Maison de la radio, 2012), realizado por Nicolas Philibert, quien nos guía en una jornada completa dentro de las instalaciones de Radio France, desde el noticiero matutino de las 7 a. m., hasta los preparativos del mismo a la madrugada siguiente.
En orden cronológico, Philibert muestra cada programa, la manera en que laboran locutores, productores, artistas, intelectuales; las grabaciones, los ajustes, los intersticios en cada barra. Rodado en el interior de ese amplio edificio, con unas tomas del exterior para ver dónde se asienta ese generador de información, diálogos, música; al lado del río Sena, el realizador organiza el cúmulo de imágenes filmadas para permitir apreciar la cantidad de trabajo forjado detrás de esas paredes.
Unas escenas las aglutina, comprimiendo el sonido de varias al mismo tiempo, para dar cabida al material e igual para hacer sentir que a la vez en un mismo instantes hay varias señales al aire, que en diversas frecuencias se está escuchando la emisora.
La excursión por Radio France se trasluce en los contenidos, en los programas especiales, en los planes y organización. El ajetreo del día se congrega en los informativos, con sus diversas secciones, o en llamadas telefónicas, o en el control para enfocar la aparente tranquilidad de una productora junto a la mesa mezcladora, quien al oír un párrafo leído sabe que sección es utilizable, repitiendo tomas para preparar la edición.
Por esa casa de la radio francesa e internacional concurre gente de la talla de Umberto Eco, Edgar Morin, Jean-Claude Carrière, en disertaciones o diálogos, en lecturas de artículos o expresiones de su peculio; en tanto en un estudio de grabación se alista una cantante de música clásica, repite sus ensayos, se agitan por una falla eléctrica o de sincronía. O las transmisiones nocturnas, los programas en que participan los escuchas, sus peticiones, la cercanía y camaradería que se crea con quienes les responden al teléfono.
Para dar cabida a la multiplicidad del trajinar, se va donde hay un evento deportivo, una carrera ciclista, narrada en directo siguiendo a los competidores en una motocicleta, o algún incidente especial que amerite la presencia y la transmisión.
Este conglomerado de acciones puestos en el documental, asientan los esfuerzos permanentes en una emisora de la categoría y prestigio de Radio France. Nicolas Philibert se entrega con su cámara con similar devoción que quienes colaboran en ella, en tareas que a algunos les sonarán sencillas o repetitivas, pero que adquieren la sintonía demandada, están al tanto de lo que acontece del otro lado de esa radio, se recargan y refuerzan.
Philibert se decanta por los bríos de unos, los toques precisos de aquellos; se aleja de pergeñar discursos de tiempos de crisis, de líos administrativos o financieros; capta las responsabilidades sabidas de cada cual; la atención y puntualidad en sus cometidos. En casi cien minutos apila la variedad sustanciosa de un día, para reconstruir lo que cabría en una semana o en un mes, o en los seis meses en que anduvo por esos pasillos, cabinas, micrófonos; o analizando cuáles de esos detalles dejar al descubierto, las repeticiones, los ensayos, las frases determinantes.
Con La Casa de la radio, Nicolas Philibert ejemplariza en lo valioso de cada sección y de las docenas o centenas de personas que las tienen a su cargo o cumplen un servicio que llegará a los oyentes en su ciudad, su país y por numerosas naciones a las que proveen de material informativo, musical, cultural.
Un documental imprescindible, matizado con salpicaduras de humor, acumulación de cuadros sobre la presión del instante, la corrección intensa, el tiempo volador, los trabajadores invisibles pero absolutamente necesarios para salir al aire con puntualidad, o para descargar y facilitar a conductores o locutores, a invitados especiales. Un espacio vivo en cada segundo y minuto de las veinticuatro horas de un día normal con sus ranuras de especialización, prioritarias, como deben ser cada una.
Revista Fram (México) - 30 mars 2013
Hombre orquesta en lo que se refiere a la concepción, armado y realización de documentales interesantes, Nicolas Philibert (NP) es un sujeto muy trabajador que nos ha regalado con espléndidas joyas en lo que se refiere a su trabajo.
Ya hace algunos años cuando el CineClub del IFAL todavía estaba en funcionamiento antes de que la Cineteca ocupase la Sala Moliere con el pretexto de que sus instalaciones estaban siendo “remozadas” y que nos dejase sin cine francés y mundial de estreno riguroso por mostrar cintas que no podían ser vistas en ningún otro lugar, pudimos ver una retrospectiva completa de su obra hasta ese momento.
Museos, animales, sordos, educandos en una sala común con un maestro algo imperativo pero de buen corazón y otros temas forman el universo de este magnífico director.
Ahora, NP se involucra por 6 meses con un medio masivo algo postergado pero no por eso menod popular : el director visita Radio France y nos muestra lo que dentro de pus paredes y en las ondas hertzianas sucede cuando comienzan a transmitir.
El argumento
Tenemos una crónica de 24 horas en Radio France y sus difusoras filiales, examinando toda su estructura y funcionamiento a todos niveles, además del personal que en ella labora y sus visitantes.
El compromiso de esta institución es llevar lo mejor a diversos públicos, ya sean residentes en Francia o ultramar.
Lo abrumador de la comunicación
De amplio interés humano, La Casa de la radio puede a veces asfixiar al espectador por la interminable peregrinación de dramatis personae que se suceden a lo largo de los 103 minutos que dura este film, pero en realidad nos enteramos de que la manera en que se trabaja es con un estricto profesionalismo y que la gente que participa es tan interesante como a los que se invita a participar.
Desde la concepción hasta la realización de diversos programas y su consecuente infraestructura teórica y práctica, NP nos introduce al mundo del sonido difundido mediante sketches en los que se incluyen todo tipo de actividades en las emisiones de la radiodifusora nacional francesa.Comenzando con una emisión conducida por un hombre y una mujer a las 7:00 AM, la película deambula por muy diversas partes: desde la instrucción de nuevos y jóvenes inexpertos que desean unirse a este ambiente laboral y a los que una mujer rubia y muy severa se encarga de rigorear de manera seca para corregirles sus errores y mejorar sus bosquejos de futuras emisiones hasta la forma en que se hacen tomas muy cerradas al equipo de producción en que una mujer asesora a los lectores de un cuento -uno de ellos es el actor Eric Caravaca- para que se alcance la perfección a la hora de narrarlo, con un ingeniero de sonido concentrado e indiferente a sus comentarios y un asistente que participa activamente.
Interesante es pasear a lo largo de las instalaciones del edificio, desde su acceso hasta sus rincones más recónditos donde se estacionan los vehículos que transportan a su personal a las locaciones de donde transmiten, pasando por sus oficinas administrativas y las de trabajo, además del mantenimiento que se le da al edificio y a sus partes operativas.
Porque planear es el secreto del éxito…
Igualmente se ven las reuniones de trabajo en que se examinan los temas a tratar, la recolección de noticias por medio de fuentes especializadas y prestigiosas, los locutores experimentados que se dedican a editar sus intervenciones y dejarlas listas para transmitirse.
De especial interés es ver a Laetitia Bernard, una locutora invidente que se dedica a transcribir en Braille noticias que posteriormente leerá al aire sin ningún menoscabo ni desventaja ante sus compañeros de trabajo que pueden ver.
También aparecen los ensayos de una soprano que canta un lied de Schubert acompañada por piano y luego por un terceto de cuerdas y acordeón, un director alemán que instruye al coro de la radiodifusora para que canten correctamente en alemán y les insta a ensayar con mayor brío con el extra de saltarse una nueva intervención.Aparece también un conjunto de percusiones que toca marimbas y da palmadas como ejemplo de música en vivo y unos rappers que participan con mucho entusiasmo en su interpretación.
Cara a cara con otro ser humano
Las entrevistas que se realizan abarcan un público amplio y variado, desde celebridades como Umberto Eco, que tiene mucho y muy interesantes puntos de vista que compartir y escritoras que apenas van arrancando hasta ciudadanos comunes y corrientes que reportan sus actividades conexas que les apasionan, como el doctor especialista que se dedica a fotografiar tormentas eléctricas y que se resiste a dejarse identificar, pues cree que mucha gente perdería su credibilidad en él por dedicarse a esta aficiónPodemos ver que hay diversos tipos de programas para todo tipo de gente: desde los concursos en que se prueban los conocimientos de un equipo de 2 concursantes que están frente al auditorio y quieren llevarse una buena cantidad de dinero y el pronóstico del tiempo en diversas regiones hasta las emisiones nocturnas conducidas por una seductora y bella mujer que se encarga de dialogar con las personas que le telefonean para que les complazca con una canción en especial.
Impresionante es el ver los recursos con que la radiodifusora cuenta para enviar a un reportero y a un motociclista a cubrir el Tour de France en directo siguiendo a los ciclistas y reportando instantáneamente y la grabación de sonidos naturales en un bosque por parte de un técnico para ampliar la fonoteca de la estación.
Comunicar es vivir
Un tanto agobiante resulta ser el encargado del acervo de música clásica, que tiene la apariencia de un duende y es un parlanchín incansable. Sin embargo, no cesa de decir cosas interesantes, a pesar de que su monólogo es ininterrumpido.
Resulta admirable ver el esfuerzo y el concepto que el Gobierno Galo emplea en su imagen nacional por medio de la transmisión radial. Igualmente es inútil tratar de competir con semejante monstruo tanto en concepto como en recursos y no se diga en realización, que tiene varias filiales para cubrir y atender diversos tipos de públicos.
Toda una institución de prestigio mundial como la BBC de Inglaterra, Deutsche Welle de Alemania y la RAI de Italia, Radio France se conjunta a las difusoras antes nombradas para que su presencia sea de peso en las ondas hertzianas, pues han descubierto que la imagen de un país depende de la manera en que se le promueve por los medios masivos de difusión.
El director Nicolas Philibert
Habiendo estudiado filosofía, NP entró a la industria del cine haciendo de asistente del director René Allio en la película Yo, Pierre Rivière (Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma sœur et mon frère…, 1976) y en 1978, codirigió con Gérard Mordillat su primer largometraje documental, La voix de son maître (La Voz de su amo). Después de rodar varios documentales de montaña y de aventura deportiva para la televisión, se lanzó a la dirección de los largometrajes El país de los sordos, Un animal, los animales, Las cosas más pequeñas (La moindre des choses), y Ser y tener (Être et avoir), su película más premiada y conocida, exhibida en una Muestra Internacional de Cine. En 2010 estrenó Nénette, rodada en la Casa de Fieras del Jardín de Plantas, en París, que cuenta la historia de un orangután hembra, en cautiverio desde hace 37 años.
NP nos da algunas ideas respecto a La casa de la radio : “Era una pregunta muy motivadora para mí como realizador: ¿Cómo hacer una película sobre la radio sin hacer añicos el misterio de la radio?, ¿cómo proteger ese misterio? Usualmente, mis películas están inspiradas en encuentros, y una parte de cada encuentro está determinada por el misterio y lo desconocido. Si supiéramos todo acerca de alguien a quien acabamos de conocer, entonces el encuentro no ha ocurrido realmente. La radio es un medio de comunicación sin imágenes, y a la gente que lo ama, como yo, tal vez le guste precisamente por eso, por la falta de imágenes que hace que nos imaginemos lo que ocurre del otro lado de la bocina. El acto de escuchar se vuelve así una especie de encuentro”.
Conclusión
La casa de la radio resulta ser un documental fascinante en el que podemos ver que la labor que se hace en este medio dista de ser sencilla cuando se trabaja de manera impecablemente profesional.
Indudablemente valioso es este documental, que nos queda como testimonio de un medio algo ninguneado pero que sigue siendo de indiscutible valor por el gran número de escuchas que abarca, les recomiendo que NO SE LO PIERDAN para que podamos ver el otro lado de lo que es transmitir al aire.
Chilango.com (México) - 15 de noviembre de 2013
Nicolas Philibert, en La casa de la radio, explora la vida íntima de la icónica estación radiofónica Radio France, durante toda una jornada completa. Es una inmersión que cubre una vasta variedad de aspectos. Se nos muestran objetos: micrófonos, cables, consolas, instrumentos, máquinas; lugares: cabinas, estudios de grabación, laboratorios de edición, recepciones, auditorios, oficinas, bodegas, pasillos; personas: productores, locutores, reporteros, entrevistados, músicos, técnicos, ingenieros, cantantes; eventos: concursos, entrevistas, programas, reuniones; temas: noticias, deportes, clima, huelgas, música.
Alternando constantemente una gran cantidad de escenas, con una duración relativamente breve, el espectador viaja de un aspecto a otro, y regresa para volverlos a apreciar desde un diferente ángulo. La brevedad de los episodios, no busca que se comprendan los procesos implicados, sino captar la atención y asombrar con la estrecha cercanía a ellos. Todas estas viñetas crean un caleidoscopio de la estación, cuya imagen global genera una suave fascinación.
Las escenas captan, frecuentemente, las emociones de las personas que trabajan en la estación. Incluso cuando se encuentran concentrados, la cámara capta en sus semblantes su estados de ánimo y sus pensamientos.
La película deja ver el trabajo especializado y cuidadoso que ocurre en el lugar. Vemos a los trabajadores buscando noticias, revisando textos, seleccionando material, generando música, grabando, leyendo, ensayando, o entrevistando. También vemos la atención meticulosa que se presta al producto final, el sonido. Todo es factor de escrutinio: la dicción, la entonación, el volumen, las pausas, los efectos, las interferencias.
La revelación que se construye durante el parsimonioso recorrido, es el riquísimo microuniverso que es esta estación radiofónica. En él coexisten hombres y mujeres, de todas las edades, con diferentes talentos, personalidades y visiones. Estas personas le dan vida, hacen que funcione, que esté siempre activo, en movimiento. Dentro de él se albergan las características más humanas: la interacción social, el arte, el trabajo, la pasión, la emoción. Es, en suma, un lugar que produce un valor intangible: cultura.
Conaculta.gob.mx - Enero de 2014
Desde Días de Radio, obra maestra de Woody Allen, no había una obra tan bella y cercana al mundo de la radio, al grado que parecería que, Nicolas Philibert, director de la cinta, surgió de este mundo. La Casa de la Radio, (Francia-Japón, 2012) obra que se ha presentado dentro de la 55 Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional en la Cineteca Nuevo León, es una verdadera oda a la radio.
La 55 Muestra -que se proyecta del 8 de enero al 28 de febrero en Monterrey- es organizada por el CONARTE, a través de la Cineteca Nuevo León y en colaboración con CONACULTA.
Introduciéndose en las entrañas de Radio France, una de las estaciones más prestigiosas de Europa, el director Philibert muestra, sin acotaciones explicativas y, por tanto, de manera muy ingeniosa, el ritmo y trajín de una estación de Radio en plena actividad. El vasto repertorio de programas de esta estación propicia una de las preocupaciones del director: no matar el misterio (su encanto, su magia) que significa la radio.
Precisamente, la película del realizador francés llega en un momento en que ese misterio, ese encanto, parece morir, sino es que ha muerto ya. El misterio de la radio ya no importa a nadie (o por lo menos a muy pocos). En su mayoría, los programas de radio de hoy no son más que una proyección en los micrófonos de lo que ocurre en la televisión. Con la evolución de la Internet, el consumidor ordinario privilegia la imagen sobre la voz, el misterio: es decir, la imaginación.
Es justamente es la imaginación lo que campea a lo largo de esta obra. La diversidad de programas permite apreciar los alcances de la radio. Philibert describe todo esto con entusiasmo pero al mismo tiempo con sobriedad; una labor prácticamente periodística, que documenta el ritmo, los registros de la cotidianeidad en una estación de radio. Periodismo noticioso, cultural, debate, entretenimiento, todo esto abarca. Por otra parte, esta cinta es también un reflejo de la cultura francesa, de gran nivel, como cuando vemos a un grupo de productores preparar un programa y, al tiempo, ironizar sobre Justin Bieber, la izquierda y los sociólogos.
Una editora, corrigiendo la cobertura de un conductor de noticiero, dando clase sobre el oficio, el fin periodístico, la redacción; un melómano, gozoso en su tarea de transmitir música, en medio de discos de música selecta; los avatares de la grabación de un ensamble; lo artilugios de un conductor de un programa de concursos, para animar a un auditorio que no puede verlo; o bien, los pormenores de la grabación de una radionovela, entre otros momentos, están retratados en este gran filme.
También se interna, tras bambalinas, en lo que está más allá del trabajo, en su sentido estricto. El autor nos muestra a los hacedores de esta magia de la radio en su convivencia, en su aprendizaje y sus relaciones cotidianas. Definitivamente, una película que debería ser vista por aquellos que se encuentran al frente de las estaciones de radio, sobre todo oficiales, estatales. Podría conducirlos a una necesaria reflexión sobre lo que tienen en sus manos.
Cinema ad hoc (España) - 13 de Abril de 2014 (Atlantida Fim Fest)
El veterano documentalista francés Nicolas Philibert lleva ya casi cuatro décadas retratando la realidad de su país, a través de un cuidadoso enfoque sociológico que no pierde nunca de vista el aspecto humano de las realidades que palpa. Su carrera tuvo una brillante cima con el tremendo eco de Ser y tener (2002), aproximación a un aula rural en la que niños de todas las edades se preparan para la vida de la mano de la admirable serenidad de su maestro.
En su último trabajo, La Maison de la radio, su mirada se dirige ahora hacia el interior de Radio France, la sociedad pública que engloba todas las emisoras estatales de Francia con vocación de ofrecer un servicio a los ciudadanos. Philibert opta por no introducir ningún elemento que medie entre el espectador y la tarea que desempeñan cuidadosamente redactores, locutores, productores, técnicos de sonido y hasta la última de las personas que pueblan el enorme edificio de la Casa de la Radio de París. Se limita a mostrar una serie de variopintos fragmentos, de temáticas totalmente opuestas entre sí, tanto de las emisiones como de la ardua labor que hay tras ellas.
La observación de cada uno de estos trabajadores, anónimos para nosotros desde el primer momento hasta el último, deja de manifiesto que en las entrañas de cada programa hay una tarea exhaustiva de elección y orden de elementos, encerrada en una serie de reuniones de redacción y gestiones interminables que no dejan absolutamente nada al azar. En todas ellas, en cada corrección pasajera y en cada minuto de trabajo nocturno, está impregnado un evidente mimo al oyente, que no tiene oportunidad de contemplar directamente esa tarea pero sí de manifestar una enorme fidelidad a un medio que mantiene su impacto en una sociedad hipermediatizada gracias, entre otras cosas, a la calidez que aporta la voz humana situada al otro lado de las ondas.
Las escasas salidas al exterior que se incluyen parecen dejar de manifiesto que la peculiar idiosincrasia del medio radiofónico, el código compartido entre los trabajadores y los oyentes, se traduce en un cariño desde la calle del que posiblemente no gocen otros periodistas. A través de la profusión de música percibimos la importante tarea de la radio pública como difusora cultural, labor que destaca el único testimonio directo entre montañas de discos de música clásica. Pero también pasan por sus ondas escritores, médicos, actores, humoristas o deportistas; siempre entrevistados por unos protagonistas absolutamente desconocidos para el espectador – al menos en España -, que durante los casi 100 minutos del documental se convierten en una suerte de héroes cuyo esmero cotidiano se muestra como digno de homenaje.
Porque La Maison de la radio es un canto a los matices que aporta el trabajo bien hecho, y más en un mundo que cada vez convive con más posibilidades de acceder a la información. Un caleidoscopio que, mediante los mínimos datos que enseña, deja de relieve desde dentro que la variedad de espacios de todo pelaje que ofrece la oferta de Radio France supone un auténtico servicio social independiente que enriquece la vida de los ciudadanos, labor tantas veces cuestionada en los medios públicos de nuestro país. Sólo por esta reivindicación merece la pena enfrentarse a una obra que se percibe alargada en exceso, rozando el hastío – no hay que olvidar que se trata de veinticuatro horas en el interior de un edificio de pasillos interminables, sin apenas un hilo que conecte lo que se muestra -, pero cumple sin embargo con su propósito de resaltar lo que el más entregado oyente sólo puede intuir: el rostro palpable y humano de un medio ciego en el que las personas son el activo más importante.
À voir, à lire - 3 avril 2013
Une oeuvre intensément poétique, invitation vibrante à l’écoute.
Dans La maison de la Radio, Nicolas Philibert filme d’abord un élément invisible – le son. Des petits bruits familiers aux sonorités oniriques des studios, le cinéaste semble collectionner les environnements sonores, un peu à la manière du chasseur d’orages dont il dresse, au milieu du métrage, un portrait bienveillant. Résultat de cette impressionnante « recollection », le film rassemble et accorde entre eux les morceaux épars d’une partition foisonnante dont le thème pourrait être : « le monde ». Le documentaire a quelque chose d’un ample poème auditif, ambitieux par la variété des registres qu’il explore, rhapsodique dans ses effets de composition et de reprise, vibrant toujours sur le fil invisible de l’écoute.
Mais aussi abstraite que la démarche puisse paraître, le nouveau Philibert ne tombe jamais dans les travers du « collage » expérimental : il y a en effet, derrière cette apparente bigarrure, un art savant du récit et du montage. Le film s’organise par exemple autour d’une progression temporelle sensible (du matin au soir) qui permet de se repérer dans ses enchaînements majeurs. Philibert prête également une grande attention à des situations légères, comiques, voire triviales, lorsque sont mentionnées des anecdotes lugubres (« l’homme décédé d’une balle dans le dos », « les sardines mortes par millions au large du Pacifique »). A partir de données parcellaires, le spectateur s’attache ainsi aux « personnages » dont le film est peuplé, attendri par leur histoire commune, sans que la composition fragmentaire du film nuise à sa parfaite cohésion.
Il est vrai que derrière cette succession de portraits cocasses rôde le spectre de la mort, qui se fait entendre par de discrets échos. Dans La maison de la radio, la légèreté des situations côtoie sans cesse le mystère d’un vide creusé par cet élément absent qu’est le son. Un élément spectral, parfois inquiétant, palpable dans des gestes et des regards perplexes (voir celui de Caravaca, ou l’angoisse visible d’une soliste condamnée au silence, un jour de travaux bruyants). Philibert s’attache en fait à restituer la tension que génèrent les voix et les musiques, à décrire la séduction mystérieuse que l’écoute exerce. En cela son film est bien plus qu’une entreprise documentaire ou qu’un film « sur » la radio : c’est une invitation à prendre la mesure de l’écoute et à réentendre.
Slate.fr - 3 avril 2013
Le nouveau film de Nicolas Philibert, La maison de la radio, sort en salles ce mercredi 3 avril, accompagné d’un accueil très favorable, qui n’a cessé de s’amplifier depuis sa présentation au Festival de Berlin devant un public enthousiaste. De telles réactions ne peuvent que me réjouir, moi qui, depuis La Ville Louvre (1990) considère le travail de ce réalisateur comme exemplaire des puissances du cinéma, qu’il met en jeu dans le champ documentaire. Et aussi, pourquoi le cacher ?, moi qui, m’honore d’être devenu l’ami d’un homme dont j’admire le travail et dont je partage les principes qui guident sa pratique artistique et professionnelle comme ses engagements politiques. Et voilà que je ne partage pas l’approbation quasi-générale que semble susciter La maison de la radio.
Essayer d’en écrire ici signifie donc à la fois interroger le film lui-même, sa place dans l’œuvre de son auteur, et mon propre regard sur l’un et l’autre. Toutes interrogations qui font, de fait, partie de l’activité critique, dès lors qu’on se refuse à réduire celle-ci aux rôles médiocres de supplétif publicitaire ou de conseil au consommateur.
Epousant le déroulement d’une journée-type, La maison de la radio, circule dans le grand bâtiment circulaire qui lui donne son nom, accompagnant tour à tour nombre des professionnels qui y exercent leur métier, journaliste, animateur, ingénieur du son, documentaliste, technicien, musiciens, responsable de programme, etc. Ce voyage à l’intérieur d’un monde par l’addition de « moments » laisse apparaître le double projet du film : raconter un phénomène singulier, l’activité radiophonique (singulière, notamment, du fait qu’il s’agit d’une activité « invisible », dont le fonctionnement ne passe pas par la production d’images) et décrire un système, celui que forment les stations du service public de la radio en France (c’ est se colleter avec une autre forme d’invisible, pour donner à percevoir ce qui, au-delà des pratiques quotidiennes, au-delà du plan d’occupation de l’immeuble circulaire de l’Avenue du président Kennedy ou de l’organigramme de Radio France, « fait système », et avec quels effets).
Pour se faire, Philibert recourt à ses outils habituels. Ce sont d’abord une disponibilité aux nuances, une attention aux détails, une sorte d’affection retenue, attentive, pour ceux qu’il filme. C’est la certitude qu’il y a toujours davantage à percevoir que ce qu’on voit d’habitude. C’est aussi une idée du montage qui vise à construire un espace mental plus qu’une recomposition de la disposition géographique des lieux filmés ou la chronologie. Et de fait, nombre des personnes filmées par Philibert sont attachants, nombre des situations sont intéressantes, amusantes, parfois émouvantes.
A toute heure du jour et de la nuit et sur toutes les antennes du service public, les composants sont d’une grande variété – la négociation entre rédacteurs pour le sommaire d’un journal, l’enregistrement d’un morceau par les chœurs de Radio France, la récitation psalmodiée de la météo marine, la formation d’un aspirant présentateur, l’entretien avec un écrivain comme une parenthèse musicale en apesanteur, l’effort pédagogique d’un scientifique cherchant à parler de sa recherche, le ping-pong entre animateurs et invités rivalisant de deuxième degré… Il arrive aussi qu’on sorte de la maison ronde, le temps d’un reportage à moto sur le Tour de France ou d’un enregistrement de « sons seuls » au fond des bois – volonté de montrer que tout ce qu’émet la radio n’est pas produit « at home », ce qu’on sait bien, et qui tend à augmenter le sentiment d’émiettement qui émane de l’ensemble du film au-delà de la qualité de ses composants.
Parce que cette variété, ce foisonnement, ne fait pas sens au-delà du constat de son existence – constat que chacun peut faire en allumant sa radio. Et cette absence de sens dérange. L’intelligence cinématographique de Nicolas Philibert a toujours consisté à filmer ce qui se trouve au-delà des apparences, mais sans aucune logique du dévoilement, de la révélation d’un secret derrière le rideau – il n’y a pas de secret, simplement l’infinie complexité du monde, et la possibilité pour le cinéma quand il fait ce qu’il a à faire, d’en donner à ressentir un peu plus, un peu mieux.
Exemplaire était à cet égard le film de Philibert le plus directement comparable à celui-ci, « La Ville Louvre » et son exploration sensible, intuitive, du monde réel dont le grand musée ouvert aux visiteurs n’est qu’une surface visible – une sorte d’écran, ou de vitre-miroir, transparente et réfléchissante à la fois comme le sera 20 ans plus tard la cage de Nénette au Jardin des plantes.
A ce moment, l’honnêteté oblige à poser la question de l’attente vis-à-vis du film. De La Ville Louvre, qui concerne un sujet qui m’intéresse beaucoup, je n’attendais rien de particulier. Idem du Pays des sourds, de La Moindre des choses, d’Être et avoir, de Nénette, au-delà de leur grande diversité. Je ne voulais rien attendre non plus de La maison de la radio, j’étais d’accord pour accompagner le regard du cinéaste au gré de ses propres choix et intuitions. Mais il semble que cela (me) soit impossible. La relation au dispositif radiophonique, et aussi à ce que Radio France parvient encore à incarner d’un véritable service public, cette relation intime, sensorielle et quotidienne, suscite une demande forte, même informulée, même refoulée. J’entends que d’autres n’ont pas attendu ainsi le film, ou ont trouvé leur attente satisfaite. Tant mieux.
Mais ce que fait la radio, sa manière particulière d’engendrer cette relation incomparable aux voix, aux images, aux corps, aux événements, aux idées par le biais de ce dispositif technique, je ne le sais pas plus après avoir vu ce film. Ce que fait le service public de Radio France, comment malgré des forces contraires jusqu’à la tête de cet organisme, sa collectivité continue pour l’essentiel de faire exister cet esprit de confiance dans l’intelligence des auditeurs qui l’établit de facto en réponse à la médiocrité médiatique ambiante, et en particulier à ce qu’est devenu le service public de télévision, je ne le sais pas plus après avoir vu ce film. Tant pis pour moi.
La Croix / blog Le randonneur - 13 mars 2013
On projetait hier soir mardi en avant-première, au cinéma Le Méliès de Grenoble, le film de Nicolas Philibert (grenoblois de naissance), La maison de la radio. Nicolas souleva, dans sa présentation, le paradoxe de faire un film sur ce monde réputé sans images, puis nous laissa regarder celles qu’il en avait tirées. Le résultat est émouvant, et devrait toucher un large public.
Nous connaissons tous les voix de France Inter, France Culture, France Musique, du Mouv ou de Radio bleue, mais ceux qui n’ont jamais mis les pieds dans la maison ronde ont-ils idée de la fabrique des sons ? Des corps qui portent ces voix, et autour d’eux des studios, des bureaux, des chaînes techniques où s’élabore le miracle quotidien d’une émission familière, à laquelle nous revenons et que nous chérissons, qui nous accompagne comme un rite du matin, de midi ou du soir ? Le premier mérite du film est de nous révéler les partenaires cachés de la voix ou de notre résille légère tissée de musiques et de sons, toute cette matérialité, parfois lourde (voitures, motos, tables d’enregistrement et de montage) sans lesquelles silence radio. Si l’on ne trouvait au film de Philibert que ce bénéfice médiologique, il faudrait déjà y courir. Mais il nous dit bien autre chose, il met en évidence le plaisir de faire, donc d’écouter, la radio ; nous y voyons des hommes et des femmes de chair engagés da, lens le corps-à-corps de leurs voix, et cela donne des moments très touchants, et contrastés : la réserve méditative, voire sournoise d’Alain Veinstein si différente des gesticulations d’Alain Bédouet ; le sourire lumineux de Caroline Broué ; la malice, et l’incroyable patience, de Marguerite Gateau faisant répéter une pièce radiophonique… Oui la radio est aussi un spectacle, et ces voix qu’elle écrème pour les transporter jusqu’à nos appareils vibrent de tout un monde épais, frémissant. Il n’y a pas de voix neutre, pas d’opinion indifférente ni d’émission « désaffectée », tout est ici affaire de passion, de sourire, d’émotion, on s’engage, on se risque entier dans sa parole face à la petite lampe rouge, casque aux oreilles, bouche à bonne distance du micro.
On a, dans le débat qui suivit la projection, remarqué la fréquence des plans serrés ou des gros plans ; notre attachement pour ces voix qui nous visitent régulièrement invite à l’examen rapproché des visages, a répondu Nicolas. Mais cette grammaire de l’intimité correspond aussi à une contrainte architecturale, la maison ronde est une ruche aux alvéoles minuscules, on y rencontre les réalisateurs dans des bureaux croulants de disques ou de papiers, et les studios eux-mêmes ne sont pas bien grands, pour tourner il a fallu se faire petit, se faufiler. L’importance du papier est à noter : bien loin de tuer l’écrit, la radio le multiplie, et on est frappé de découvrir autour de chaque micro la prolifération des écrans, ou de simples blocs-notes sur lesquels les journalistes se changent en gratte-papier jusqu’aux heures avancées de la nuit. Le texte reste le partenaire (caché) de la voix vive, le présent d’un direct s’appuie sur des piles de documents et de représentations différées…
Ce film émouvant montre encore la passion, frappante, des gens de radio, leur jubilation et leur bonne humeur à faire ce métier en effet grisant : comment affronter, et filtrer, le « déballez-moi ça de l’univers » (comme dit bien Aragon de son activité à la tête du quotidien Ce soir), comment extraire la bonne info de l’insignifiant ou du bruit, mettre en valeur le témoignage choc qui accrochera l’auditeur, et comment choisir cela dans l’urgence, loin du confort universitaire ou des délais propres à l’édition ? Le court terme de la presse (au sens physique de la pression) imprime aux images montrées un rythme, parfois excessif quand Philibert, au début et à la fin de son film, superpose les sons dans un palimpseste de babils époumonnés, une cacophonie carnavalesque, une vertigineuse tour de Babel. Il fallait en effet suggérer l’extraordinaire output de la maison ronde en terme de bits ou de décibels, la profusion, la variété proprement inouïe des émissions qui jaillissent à chaque seconde, par ses antennes, du travail des quelque deux-mille opérateurs qui en permanence s’y affairent. Mais le film retient aussi des moments de lenteur, la patience ou les ruses qu’il faut pour capter au fond des bois le chant des oiseaux ou le brâme d’un cerf, ou encore quelques passions singulières, Jean-Bernard Pouy pelant tranquillement trois pommes de terre, le docteur amoureux des orages expliquant leurs variations au fil des mois (« Un temps de Pauchon »), ou Pierre Bastien tirant sa musique de montages mécaniques dignes de Tinguely… La radio, comme la météo, traverse nos vies et nos saisons, il en faut pour tout le monde et pour tous les temps, du spécialiste au profane, de l’information fouillée au divertissement, du coup de foudre aux temps morts de la nuit, où le corps se retourne dans le lit en guettant le retour du sommeil.
J’admire beaucoup les gens de radio, que j’ai un peu fréquentés en novembre-décembre dernier quand ils m’ont plusieurs fois invité dans leur grande maison, je ne sais si j’aurais su faire leur métier, répondre avec cet à-propos, cet humour, à tant d’interlocuteurs, circuler avec cette aisance entre tant de sujets – Marc Voinchet, Brice Couturier, Antoine Mercier, comment faites-vous ? Ni garder en parlant une telle capacité d’écoute : on voit en effet sur les images tournées par Nicolas combien la parole radiophonique est faite d’attention aux autres, on y scrute des visages concentrés sous le casque, et d’autres souriants, détendus, qui mettent l’invité à l’aise et apprivoisent sa voix – petit animal sauvage, si timide chez certains… Parce qu’ils n’ont pas d’image, donc de look à afficher, les gens de radio n’ont pas l’arrogance de ceux qui passent-à-la-télé, ils ne la ramènent pas mais se montrent discrets, précis, souvent ironiques et toniques. Le film met clairement en lumière cette abnégation au service du grand public, ce service public au meilleur sens du terme ou quand il est à son meilleur. Filmé par Safaa Fathy, Derrida avait tiré de son entretien un livre, « Tourner les mots » (Galilée/Arte, 2000) ; j’ai songé que ce titre s’appliquerait bien à l’entreprise de Nicolas Philibert qui contourne à son tour, mais n’en filme pas moins, cette matière pétillante, vivace, invisible et toujours renaissante qui fait de chacun un sujet, qui change le petit je en nous et l’individu en public : la parole nue, le don des mots.
« La radio a tout ce qu’il faut pour parler dans la solitude. Il ne lui faut pas de visage ». (Gaston Bachelard)
Par son sujet, et la manière dont il se développe, La maison de la radio, condense idéalement le thème central de l’oeuvre de Nicolas Philibert. Ce thème, nous le savons, visite à travers divers modes et milieux, l’espace de la parole, de l’écoute et du langage. Mais c’est parce qu’il est d’abord cinéaste que Nicolas Philibert nous donne mieux à voir et à entendre une parole si nécessairement accordée à une voix, un corps et un visage. La Maison de la radio est le lieu, par excellence, du travail des mots, de la parole et du chant. C’est entre les murs de cette grande maison, dans un bureau, une salle ou un studio que, chaque jour, se réalise cette prodigieuse opération, toujours recommencée, toujours nouvelle et ininterrompue.
Au commencement du film, on songe à une nouvelle Tour de Babel; toutes sortes de voix se mêlent, se chevauchent et se mélangent comme dans un brouillon inécoutable. Elles circulent toutes ensemble mais on ne voit encore personne qui les reçoit. Voilà donc le matériau de départ : cette surabondance de voix, de mots et de phrases qui s’entrechoquent, ne peuvent s’extraire de ces murs ni de ces longs couloirs où elles ont pris naissance. Nous les percevons un peu comme ces fils électriques qu’un technicien doit toujours lier et ordonner dans un même sens, dans une même direction. Qui parle donc à cet instant où toutes les voix se mêlent ? Qui écoute tout près de là, ou à l’autre bout du monde, ces voix venues d’ailleurs ; un ailleurs qui n’est autre que cette Maison de la radio ;grand corps astral, planté en plein Paris, étrange soucoupe aux reflets de nuit et de métal.
Depuis ses tout premiers films, Nicolas Philibert se place en permanence sous le signe du langage. Il l’explore et le représente jusque dans ses marges (Le Pays des sourds, La Moindre des choses) et dans une approche qui inclut aussi la condition animale (Un animal, des animaux, Nénette).Et c’est en premier lieu le travail sur les mots, la matière du langage, la nature de ses liens avec le corps et la voix dont il est directement question ici. Car, même vécue dans la plus grande solitude, l’écoute s’allie toujours à l’autre, à une présence connue ou inconnue. Ici, à tout moment, l’acte de parole se fait action ; une action qui ne se limite pas seulement au verbe car les mots s’accompagnent toujours de gestes, de regards et de mouvements. Si l’on établissait un répertoire des voix et des sons qui se succèdent d’une séquence à l’autre, on observerait que ces voix n’existent jamais sans un certain rapport à l’ écoute ; une écoute proche ou lointaine, visible ou invisible, secrète ou partagée.
Dans l’une des premières scènes du film, nous découvrons un jeune journaliste recevant une « leçon de radio » d’une femme de métier. Elle lui apprend qu’un texte devant être lu à voix haute ne se plie pas aux mêmes lois que celles de la lecture silencieuse. Ailleurs, sur l’écran, le visage de celui, ou de celle qui attend révèle sous ses traits sensibles le progrès de son écoute. L’écrivain(e) que reçoit Alain Veinstein dans son émission si bien nommée Du jour au lendemain, est visiblement empli de ce silence qui précède la venue des premiers mots. Quelque chose se prépare dans une attente légèrement prolongée. Et tout le poids de cette attente passe sur le visage de l’invitée qui, à cet instant, ne se nourrit que de silence. Un autre exemple d’écoute solitaire apparaît dans la séquence du preneur de sons caché en pleine nature ; là, au cœur de la nuit, jaillira bientôt le cri d’un étrange oiseau. Je pense également à la performance du chanteur galicien, saisi au plus près de son visage ; un visage redessiné par la puissance de son chant qui n’est que voix, organe de la voix, voix pure, sons sculptés, éclats et vibrations. Il y a aussi la séquence d’enregistrement d’une pièce radiophonique où l’on observe, en premier plan, le visage tendu de Marguerite Gateau ; sa recherche, ses interrogations et ses regards révèlent le lent et difficile travail d’une écoute où il faut savoir choisir entre deux phrases ou deux tonalités ; entre un son et un autre, ou encore la pertinence d’un bruitage.
Du matin au soir, La Maison de la radio résonne de tous les bruits du monde ; de toutes les voix possibles, de musiques, de chants, de mille sonorités et parfois aussi du savant dosage de petits bruits qu’il faut savoir inventer. Au-delà de la clôture de chaque émission, cette Maison demeure un chantier ouvert; c’est à la fois un vaste chantier et une œuvre en cours. Un objet qui circule librement dans l’espace, n’ayant pas vocation de se refermer sur lui-même. Gaston Bachelard, qui a beaucoup aimé la radio, s’est interrogé sur cette portée immense de l’acte radiophonique, sur cette parole mondiale pour laquelle il inventa un mot susceptible d’en condenser toute la variété diffuse. Ce mot, c’est la logosphère.
Enfin, lorsque le jour décline, et que la nuit tombe, le calme revient, mais sans que la grande maison ronde ne cesse vraiment de tourner. Elle ne s’endort jamais tout à fait. Le travail continue en silence et, ici ou là, quelques petites lumières éparses éclairent le visage de ceux qui sont déjà là.
Au petit matin, l’enveloppe lisse de La Maison de la radio s’éclaire à nouveau ; elle brille légèrement sous le ciel rose et la fine lumière de Paris.
Fragil.org - 24 mai 2013
Le film s’ouvre sous la forme d’un zapping où s’enchevêtrent les voix de Patrick Cohen, Thomas Legrand, Bruno Duvic, Bernard Guetta, Mickaël Thébault, Marc Fauvelle, ou encore celle de François Morel. Des noms familiers pour qui se réveille chaque matin avec la matinale de France Inter. Avec ces quelques secondes, on comprend dès lors ce lien si particulier qu’entretient chaque auditeur avec la radio. Média de proximité et d’accompagnement que chacun peut emporter n’importe où et qui partage l’intimité de notre quotidien. La radio est pour beaucoup le premier son qui réveille ou qui aide à s’endormir. C’est également le seul média qui permet d’exercer une autre activité tout en l’écoutant. La radio est ainsi devenue au fil du temps le média que l’on écoute à la fois dans la salle de bain, la cuisine, la voiture, au travail, dans les transports en commun…
Par ce film-documentaire, le réalisateur Nicolas Philibert adresse une véritable déclaration d’amour à la radio, et au service public en particulier. Dans ce brouhaha que constitue aujourd’hui la bande FM surchargée, les antennes de Radio France continuent d’être un groupe en marge des codes marketing et des régies publicitaires qui ont bien souvent remplacé le travail des directions des programmes de la plupart des radios privées. Le documentaire démontre, si tant est qu’il était besoin de le prouver, qu’on ne vient pas sur une radio de Radio France par hasard. On y adhère. On n’écoute pas France Musiques et encore moins France Culture sans y être sentimentalement attaché. Nicolas Philibert rend à ce point d’ailleurs un hommage appuyé et éminemment mérité aux personnels de ces antennes qui chaque jour fabriquent des programmes, des émissions, de l’information. Rarement le mot artisanat a aussi bien collé au travail de ces équipes que l’on voit au début du film s’engouffrer dans les ascenseurs de la Maison ronde comme dans une fourmilière après avoir passé les portiques de la sécurité. Ce qui frappe enfin dans la globalité des séquences c’est que la radio reste avant tout un média de l’écrit. Pas un journaliste, pas un présentateur, pas un comédien, pas un musicien sans son texte ou sa partition.
La Maison de la Radio (souvent appelée Maison ronde) est le bâtiment, inauguré en 1963, situé avenue du Président Kennedy dans le XVIe arrondissement de Paris, qui abrite les antennes de Radio France depuis 1975. Hormis France Inter délocalisée à proximité, rue Mangin, depuis les travaux de réhabilitation du bâtiment entamés en 2005. Conçue par l’architecte Henry Bernard, la Maison de la Radio a la particularité d’être un bâtiment circulaire de 500 mètres de longueur avec une tour centrale de 68 mètres de hauteur. On ne saurait aujourd’hui dissocier Radio France de son emblématique bâtisse, et inversement. Au sein du documentaire, celui-ci prend d’ailleurs tout son sens jusqu’à devenir un véritable personnage à part entière. Une véritable ville dans la ville. La Maison de la Radio est constituée de 64 studios (à titre de comparaison, la station Europe 1 compte trois studios de diffusion). Sa surface représente 5 kilomètres de couloirs, et y vivent environ 4300 salariés dont 700 à 800 journalistes. En son sein, on y trouve aussi un bureau de poste, une banque, une immense cuisine pour assurer la restauration des personnels, un garage où l’on répare aussi le parc de voitures aux couleurs des différentes radios, et même… un abri anti-atomique.
Le film de Nicolas Philibert s’attache à raconter le quotidien de ces artisans des ondes, dévoilant les multiples métiers qu’offre la radio, des producteurs aux assistants en passant par les chefs d’édition, les réalisateurs, les standardistes, les comédiens, les musiciens, les preneurs de son. Le documentaire bascule sans cesse d’un studio à l’autre, d’un bureau à l’autre, d’une radio à l’autre, mais avec toujours la même partition. Malgré cette impression de rythme soutenu où le son s’écoule sur les ondes sans temps mort comme le sable dans le sablier, on sait encore prendre la mesure du temps, se poser, respirer, écouter, parler, s’entendre. Ce qui permet au spectateur de découvrir ainsi donc de multiples scènes fascinantes, souvent surprenantes et drôles. Comme cette conférence de rédaction du matin à France Inter. « Comment traiter le phénomène Justin Bieber ? », demande une chef d’édition. « Du point de vue d’un sociologue, ça fera très France Inter », rétorque aussitôt une autre. « Sociologue de gauche alors ! », ajoute un journaliste. Eclats de rire général. Il faut les voir à la manœuvre ces journalistes. S’engueuler sur un sujet, choisir ce qui fera l’ouverture du prochain flash, recevoir les reportages des correspondants sur place dans le bocal (le cœur de la rédaction), et enfin prendre l’antenne. En studio, ou à moto comme lors d’une échappée en plein Tour de France.
Emouvante Laëtitia Bernard, la jeune journaliste présentatrice des infos de France Bleu Midi. On la voit pianoter sur son clavier adapté en braille, et lire ainsi son journal lorsqu’elle prend l’antenne. Un handicap qui n’en est plus un pour la radio. Réjouissant. Emotion encore lorsque la caméra accompagne ce preneur de son en pleine forêt pour capter le bruit de la pluie tombant sur les feuilles des arbres, le crépitement des animaux galopant sur le sol humide et les cris des oiseaux qui survolent les perches audio. Assis contre un arbre et silencieux, le casque posé sur les oreilles, il enregistre cette musique naturelle qui alimentera l’immense bibliothèque sonore de Radio France.
On suit aussi pas à pas la mécanique de réalisation d’un feuilleton pour France Culture. L’art du comédien à qui incombe d’exprimer par son unique voix la justesse d’une émotion. Toute une séquence tellement emblématique de l’antenne de France Culture, mais pas que. Cette radio où on ouvre aussi l’antenne la nuit à de la création sonore, et où le temps semble ralentir en journée pour réfléchir, penser, parler, écouter. Changement de plan, nous voilà au cœur du Chœur de Radio France. Fin d’une journée de répétition. Le chef, Matthias Brauer, donne rendez-vous à ses choristes pour une nouvelle journée de travail le lendemain à partir de 10h. Le rêve. Car Radio France héberge aussi un Orchestre Philharmonique, un Orchestre National, une chorale composée de 114 chanteurs lyriques professionnels, et une Maîtrise qui compte pour sa part environ 150 élèves.
Et puis il y a tous ces invités qui défilent sur les antennes, d’un écrivain à l’autre, d’Umberto Eco qui parle d’étrangler sa grand-mère à Jean-Bernard Pouy, l’auteur de polars qui se retrouve à éplucher des patates (il y tient) seul devant le micro que lui a laissé Rebecca Manzoni. Il y a aussi Philippe Colin et Xavier Mauduit comme deux gamins fascinés d’entendre leur invité, Jos Houben, le dévorant de leurs gros yeux ronds tout en hochant simultanément la tête. Irrésistible.Tout comme cet auditeur qui voulait adresser un cadeau à Babeth, la standardiste d’Evelyne Adam sur France Bleu, à Babeth et à ceux que l’on n’entend jamais, toutes celles et ceux qui contribuent à faire des antennes de Radio France ce qu’elles sont chaque jour, un grand bravo.
Revue Images documentaires – N° 77 - Juillet 2013
Au temps (pas tout à fait révolu) où les postes de radio avaient un bouton qu’il fallait tourner pour parcourir la bande, la recherche d’une fréquence offrait à l’auditeur l’oxymore d’un montage linéaire : une succession cacophonique agencée par le seul hasard du parcours de la plus basse à la plus haute fréquence. Les bribes de parole et de musique qui ouvrent La maison de la radio rappellent cette pratique désuète du zapping unidirectionnel, mais c’est pour d’emblée se dégager de sa linéarité : les voix, dans le prégénérique, se surimpriment jusqu’à étourdir, un zoom sonore sur la parole de Patrick Cohen (France Inter, 7 heures du matin) signalant que la fin du brouhaha – le début de l’écriture cinématographique – va exiger d’un cinéaste qu’il se lève de bonne heure. Qu’il tisse et détisse, comme la Pénélope dont il est question dans une émission de France Inter.
Colliger en un seul long-métrage la variété des paroles, des silences et des sons émis et les tresser dans une seule toile même moirée constitue peut-être le plus grand défi que s’est donné à ce jour le réalisateur de La Ville Louvre. En choisissant de faire démarrer le générique sur l’entrée des travailleurs dans la Maison ronde, il ne se contente pas d’un clin d’œil aux frères Lumière ou d’un schéma de symphonie urbaine vertovienne : il s’identifie, montre son badge en quelque sorte, et celui de son équipe, avant de se mettre au travail. Son travail ? Composer de manière musicale un équilibre entre le montré et le caché, le réel et l’imaginaire. Filmer l’inaudible, tel était déjà le projet du Pays des sourds, dont le tournage fut entamé sans rien connaître de la langue des signes. Filmer l’invisible, le son sans l’image ? La proposition est ici presque trop évidente face à des voix qui sont d’autant plus familières à des millions de personnes qu’aucune image n’y est associée 1. Certes, on aperçoit bien la grimace de la cantatrice après une « prise » de Heidenröslein qu’elle trouve manifestement ratée, comme la matérialisation sur son visage d’une annotation marginale. Etendue à tout l’espace, cette grimace silencieuse a pour équivalent l’idée des « coulisses de la radio » : bureaux, couloirs mais surtout partie vitrée des studios où siègent les énormes consoles. Pourtant rapidement il apparaît qu’il s’agit d’un cliché mensonger : les « coulisses », lieu d’où quelqu’un a pour travail d’écouter, se révèlent partie intégrante de la scène. C’est ici et là que ça se passe : du côté de Marguerite Gateau, qui commente et trie les prises successives d’une fiction dialoguée dont elle anticipe le montage, et du côté du comédien qui en dit le texte, attentif aux « oreilles qui bougent » du réalisateur de la fiction.
Le projet de mettre des visages derrière des voix – la vocation du film-album – s’avère ainsi très satellitaire dans La maison de la radio, d’ailleurs tantôt les producteurs ou invités sont identifiables (sans être heureusement “étiquetés”), tantôt ils restent innommés. Malgré la rotondité de bonbonnière du bâtiment d’Henri Bernard, il ne s’agit pas d’offrir à l’auditeur un ensemble de corps manquants, mais de signifier cinématographiquement l’alliage étrange de clôture et de porosité au monde de cette institution. Lieu a priori surtout centrifuge, la Maison diffuse par les ondes des informations, dispatchant avec humour les dépêches les plus farfelues (une course annuelle entre un cycliste et un cheval), envoyant ses motards sillonner la France pendant le Tour, signalant aux automobilistes les bouchons à prévoir et aux marins les zones de tempête à éviter. Mais le film ne se réduit pas à l’égrenage d’une variété de sons envoyés à l’extérieur, à sens unique. En amont de la diffusion, le recueil de paroles et de sons – la dynamique centripète – est dans la chronologie de son film, ce que Philibert désigne comme le cœur secret de la Maison : la fabrique du son radiophonique. Cela commence par la collecte d’infra-sons – de simples bruits. En suivant en pleine forêt l’aventure d’un preneur de son silencieux, le cinéaste restitue dans sa crudité inquiétante la pulsion auditive (comme il y a une pulsion scopique), qui rappelle le protagoniste de Blow Out de Brian de Palma. Que cet homme des bois doive se tenir en embuscade loin de son micro (déguisé en arbre comme le Chaplin de Charlot soldat) permet encore de complexifier le seul paradigme enregistrement/diffusion : un micro et une oreille doivent parfois faire chambre à part pour qu’un son soit engendré. Mystère, presque mystique cette fois, qui s’accomplira dans la « machine à son » finale de Pierre Bastien, que fait entendre Thomas Baumgartner dans son Atelier du son de France Culture : enfantine et scientifique, elle abouche pièces mécaniques (tourne-disque, fer à souder) et éléments (l’air soufflé dans une trompette à eau) pour accoucher d’un son aussi primitif que manufacturé, en marge duquel les sons perdus (les CD non-ouverts empilés sur le bureau du musicologue-producteur Frédéric Lodéon ou l’ambiance d’une rue de Paris au dix-septième siècle évoquée par Jean-Claude Carrière) font figure d’avortons en souffrance dans les limbes. Ces sons jamais ouïs, Philibert les fait exister dans la parole des hommes qui les désirent.
Devant ce film-monde, ce montage dedans-dehors alterné jouant de reprises (les prises successives au micro), de récurrences (les producteurs ou musiciens récurrents, repérables par le spectateur) et de longues plages hypnotiques (les chansons), l’harmonie que l’on ressent peut faire croire à une euphorie naïve. Information et poésie, individuel et collectif, système et singularité… la machine humaine serait bien trop huilée. De même que Charles Tesson avait pu écrire d’Être et avoir, tourné dans une classe unique campagnarde, qu’il avait « surtout pour fonction de redonner la foi en l’école », au prix d’une impasse sur la réalité inégalitaire de la scolarité dans les banlieues , pour La maison de la radio, plusieurs intervieweurs et critiques 3 ont désigné comme hors-champ manquant les grèves récurrentes qui ont lieu à Radio France – selon eux, pour résumer, le montage exclurait à tord une forme disharmonique du vivre-ensemble. On pourrait rétorquer que le travail d’écoute filmé ici s’oppose au « silence radio » des ondes mortes, et que la parole des grévistes eût couru le risque d’être dissoute, nivelée, dans l’agencement complexe des sons, bruits et mots qui forment la foisonnante frondaison du film.
Mais plus profondément, les tenants de tels reproches (fondés de facto) manquent la principale vertu politique du travail de Philibert. Dès lors que l’on considère chacun de ses films comme un processus d’identification qui passe par une énamoration et aboutit à une réflexion sur son propre rapport au monde et son travail de cinéaste, il apparaît clairement que la politique ne saurait passer dans ses films par un point de vue militant ou par la construction d’une dramaturgie (à l’œuvre par exemple chez Frederick Wiseman dans La Comédie française et La Danse). Plus circonscrite peut-être, elle est intimement entrelaçée à une éthique du cinéma documentaire (du cinéma tout court) : en rendant compte avec la plus grande acuité auditive, visuelle et rythmique, de ce qui se « trame » à la radio publique française, Philibert souligne l’extraordinaire pertinence de ce modèle, sa sophistication, et pour tout dire, sa vertu démocratique. Certes, tout citoyen ne « cause » pas dans le micro : non seulement il y a les auditeurs, laissés hors-champ, et les producteurs, mais même dans le champ, il y a ceux qui sont face au micro et ceux qui pour les enregistrer, les écoutent. Pourtant, la porosité entre écoutant et écouté affleure partout (par exemple dans l’attention d’Eric Caravaca aux consignes de Marguerite Gateau), si bien qu’à la sortie d’une séance de La maison de la radio, le spectateur pourra avoir l’impression d’évoluer dans le monde comme s’il était lui-même un micro. Faire de l’écoute une vertu politique, c’est tout un programme, qui ne saurait, par son contenu même, s’énoncer sur un mode discursif.
Enfin – voilà une évidence qu’on aurait pu énoncer dès le début de ce texte mais que l’on relie plus volontiers à la transmission d’un mode d’écoute – Nicolas Philibert fait du travail au sein de la maison de la radio la métaphore de sa propre approche cinématographique. Si l’on tire ce fil sans en rester au plaisir un peu vain pour le réalisateur de se mirer dans un autre art, écoutons ce que suggère le rapprochement. Non seulement que le documentaire ne saurait s’interdire la multiplication des « prises » (comme la fiction radiophonique par exemple, ou le montage d’un flash d’informations), donc la mise en scène. Mais aussi que l’insignifiance a priori du réel filmé fait de tout documentaire un prototype, tels les sons produits par la machine de Pierre Bastien : comme eux, le film de Philibert s’avoue ténu, fragile même. Plutôt que de « tout dire » de Radio France (autre reproche qui lui a été fait : le documentaire-inventaire), il sédimente ce que la radio lui a appris de la voix humaine (Cocteau n’est pas si loin) et du cinéma. Le choix de filmer à deux caméras le dialogue nourri de silences entre Alain Veinstein et la professeure-écrivaine Bénédicte Heim sur France Culture constitue à cet égard une émouvante remise à neuf de la grammaire de base du cinéma, le champ-contrechamp. « Il la regardait à côté de son image, là où elle ne savait pas être », cite tranquillement Veinstein face à l’auteure, qui reçoit, bouleversée, les mots qu’elle a écrits mais jamais entendus. Encore une définition du documentaire…